Judicaturas

Diciembre 2017

Hace poco y con motivo de un problema judiciable en ciernes, tuvimos ocasión de comprobar el funcionamiento del sistema de mediaciones en la ciudad de Buenos Aires.
En efecto, una abogada mediadora privada designada de común acuerdo entre las partes fue capaz, tras 4 encuentros y un módico honorario, de conducirnos a un arreglo si no ideal, al menos aceptable para todos.
Nos ahorramos así un juicio largo, desgastante, costoso y de desenlace incierto. Y contribuimos con la comunidad, al evitar seguir agregando peso a los ya colapsados tribunales nacionales.

A diferencia de la visión libertaria de la Justicia, aún los liberales defensores del “Estado mínimo” sostienen que este es necesario, entre otras cosas, para sostener el monopolio de un Poder Judicial y una fuerza armada de aplicación que solucionen las controversias sociales de manera pacífica.  Para mantener una única corte final de apelaciones obligando a los litigantes a someterse a ella y, en definitiva, a sus leyes. Así como sostienen también que los funcionarios de este Poder son más imparciales que su alternativa privada dado que no tienen intereses ocultos que los condicionen como los que podrían presumirse de su contraparte, sometida a las leyes del mercado.

Lo cierto es que, al abordar este tema, tocamos aquí a un “intocable”; a una verdadera vaca sagrada del estatismo: la de su monopolio judicial.

Aun así, aprovechando la circunstancia de ser un Poder tan cuestionado, tan costoso y tan falto de credibilidad (según encuestas, entre 78 y 83 % de la ciudadanía argentina hoy, no confía en su Justicia), abordaremos el tema marcando acaso algunos básicos; propuestas de aplicación gradual y sentido común.
Hojas de ruta posibles para un gobierno como el macrista, supuestamente encaminado hacia la modernidad a través de una baja impositiva y regulatoria.

Para no extendernos demasiado, dejaremos por ahora de lado el capítulo referido a un tipo de Justicia más avanzada, totalmente privada y de jurisdicciones competitivas, así como el tratamiento libertario de delitos graves contra la vida o la integridad de las personas y contra la “sociedad en su conjunto” (como la corrupción estatal), para centrarnos en las diferencias económicas y conflictos varios que abarrotan el 90 % de la capacidad de nuestro actual sistema.

Y convengamos entonces en asumir que las partes en disputa son eventualmente capaces de elegir a sus propios árbitros. Como que parece asimismo claro que, con suficiente demanda, surgirían numerosas nuevas agencias privadas de mediación y arbitraje atendidas por profesionales. Que además podrían ser (¿por qué no?) muchos de quienes trabajan hoy a tiempo completo para el modelo de justicia estatal.
La gente obtendría así ventajas tangibles, derivadas tanto de la competencia como de la especialización. Incluso con la aparición de agencias dedicadas a arbitrajes de última instancia (las actuales cortes de apelaciones), convenidas de antemano entre los litigantes con la ayuda de sus respectivos abogados.

Una sociedad moderna es una sociedad contractual. Desde un plan de estudios o un empleo hasta operaciones comerciales de envergadura, casi todo tiene su anclaje en contratos. Estandarizados, implícitos, puntuales o correlacionados, la protección de cumplimiento de los mismos está dada hoy, en último término, por la fuerza pública.
Dicha protección de contratos es hoy en verdad un gran mercado o negocio, de inmenso costo total final para el conjunto (reflejado, al fin de la jornada, en inseguridad, pobreza y marginalidad, entre otros ítems), mayormente mal atendido. Que lo estaría mejor bajo agencias de arbitraje trabajando en conjunto con compañías de seguros.

Así, los contratos que se celebrasen entre partes podrían tener una cláusula vinculante donde quedara designada la agencia a la que se recurrirá en caso de divergencias. Designándose también a la o las agencias arbitrales de eventual apelación.
Todo lo cual es obviamente mejor que no poder optar por variantes de eficiencia y especialización siendo forzados a aceptar el veredicto de una única corte final para todos los casos y temas, por diferentes que estos sean.

Por otra parte, el argumento de la imparcialidad de los jueces del monopolio actual se desmorona ante el hecho comprobado, entre otros, de la “lealtad política” que estilan profesar a los gobiernos y a sus amigos, siendo impelidos (con toda lógica) a ser parciales en favor del Estado del que forman parte y del que obtienen su paga y su poder.
El árbitro que vende sus servicios en el mercado, en cambio, depende de su habilidad para actuar con verdadera justicia en la solución de los diferendos. Habilidad que, junto a la honestidad, imparcialidad, rapidez y moderación de honorarios, cimentará su reputación. Complementada por su capacidad empática para con los sentimientos e intereses de los litigantes, actuando con ánimo de dirimir disputas más que de dictar sentencias.
Deben actuar así, a diferencia de los jueces actuales, so pena de quedarse prontamente sin clientes a manos de la misma y entrenada competencia que se encargaría de fiscalizar, por interés propio, sobre cualquier irregularidad que cometa.
Puja que se daría, como en cualquier transacción comercial, por precios más bajos y mejores prestaciones, minimizando las demoras e incertidumbres hoy usuales, generadas por abogados poco escrupulosos o simples golpes de suerte.

La intervención de compañías de seguros se daría (aparte de coberturas habituales como las que se dan en los casos de contratos de venta en cuotas, muerte o incapacidad del deudor) en los casos de simple incumplimiento, como un anexo de norma en cada contrato.
Allí se especificaría que la cobertura quedaría supeditada al previo paso por la mediación arbitral antes apuntada, incluyendo las apelaciones. En la última instancia y ante una negativa a acordar, el árbitro final impondría a la parte incumplidora la reparación monetaria equivalente más el costo de los arbitrajes incurridos.
De negarse o serle imposible su cumplimiento, la aseguradora indemnizaría a las partes acreedoras con dicha suma y se haría con la titularidad de la acreencia para continuar con el intento de cobro por otros medios.
Podría entonces re-pactar plazos, prever formas originales de resarcimiento, vender la deuda a terceros o proceder como le convenga utilizando todas las herramientas legales de presión disponibles. Por ejemplo, embargando o reteniendo acreencias de su banco o de sus deudores. O bien sueldos y premios de su empleador, si se trata de un empleado.

La presión principal, sin embargo, sería la de la “condena social institucionalizada” porque en una sociedad más adulta, voluntaria, responsable y libre, el incumplimiento llevaría a una veloz exclusión financiera y comercial a todo orden, con daño profesional y social para las personas físicas que se nieguen a acordar, con más su probable extensión a familiares cercanos, sociedades conexas, fundaciones, clubes, consorcios y posibles testaferros.
Algo así como una muerte o exilio civil infame, corrosivo y económicamente paralizante; mucho peor que el actual Veraz. Hablamos de tender a un sistema absolutamente abierto, integrado en redes e informatizado que acabaría en poco tiempo por no dejar resquicios viables a la estafa.
La Justicia civil del futuro no-violento apuntaría así en forma preponderante (aunque no excluyente) al castigo por exclusión social (y aún física) de los indeseables.
En una sociedad de este tipo, fuertemente colaborativa por interés propio, hasta el más desaprensivo irresponsable caería en cuenta de que la honestidad con los demás es una necesidad… egoísta. Un argumento ya desarrollado in extenso, por otra parte, en el anticipatorio libro de Ayn Rand “La Virtud del Egoísmo”, de 1961.

Por fin, dado que el deudor irredento del ejemplo inició una agresión comprobada contra sus acreedores al persistir en negarles lo que les es propio, la compañía de seguros en asociación con una agencia de seguridad privada tendrá el derecho, agotado en el tiempo todo lo anterior, de hacer uso de fuerza proporcional en legítima defensa contra dicha agresión.
Dejaremos de lado de momento y por falta de espacio el desarrollo de los posibles métodos privados de castigo, detención y resarcimiento. Ya estudiados, por otra parte, por calificados pensadores libertarios.

Cabe apuntar que el ostracismo comercial funcionaría igualmente bien contra las compañías de seguros (y de seguridad) que se arriesgasen a ser deshonestas o excesivamente violentas, con los mismos argumentos aplicables vía mercado competitivo que los aplicados a las agencias de arbitraje y a los individuos de proceder incorrecto. Como así también asumir que, al no ser agentes de un Estado monopólico, carecerían de inmunidad legal por las consecuencias de sus acciones, debiendo enfrentar fulminantes demandas por mala praxis en igualdad de condiciones que el resto de la ciudadanía.
En disputas menores o no contractuales y sin seguros, los litigantes deberían, llegado el caso, acordar por sí someterse al accionar de agencias de mediación y de seguros. Negarse a hacerlo implicaría para la parte reticente similares riesgos a los apuntados, tanto en lo comercial como en lo social.

El día en que una masa crítica de ciudadanos se atreva a desafiar lo “políticamente correcto” para llamar a las cosas por su nombre usando el más común de los sentidos, la Justicia, como tantas otras instituciones, comenzará a trabajar en serio en nuestro favor haciendo de esta una sociedad más segura para los honestos.


Nuestra Jaula Mental

Noviembre 2017

Hace siglos, el gran Adam Smith dijo refiriéndose al productor y comerciante emprendedor: “persiguiendo su propio interés, frecuentemente promueve el de la sociedad con más efectividad que cuando realmente pretende promoverlo”.
Por su parte y no hace mucho, dijo la joven y brillante intelectual ecuatoriana Gabriela Calderón de Burgos: “la idea de que una nación deje de ser pobre gracias a individuos que buscan lucrar, no gracias a una clase política todopoderosa que dice desear el bien para todos, resulta increíble para la gran mayoría. Pero si miramos los hechos dejando a un lado la carga emotiva, hay fuertes indicios de que precisamente eso es lo que nos cuenta la historia del desarrollo de la humanidad”.

Sabemos que el sector público no tiene la capacidad de solventar su propio costo. Y conocemos la teoría que dice que se justifica; y que sobrevive tomando una módica porción de las ganancias del sector privado a través de los impuestos, proveyendo valiosos servicios a cambio.
Sin embargo, cuando a través de este mecanismo las decisiones de inversión y los intereses de las personas colisionan con el supuesto interés general, lo que ocurre es la prevalencia del interés privado… de los que conforman el sector público. En especial el interés de la élite de ese poder, a saber: políticos, empresarios protegidos y sindicalistas.

Lo cierto es que la mayoritariamente atrasada sociedad argentina actual, minada de prejuicios aldeanos frente al progreso capitalista, sigue resistiéndose a las verdades económicas y culturales del siglo XXI.

Arrastrándose como mujer golpeada, nuestra ciudadanía escapó a duras penas en estos últimos 2 años de la sinvergüenzada mafiosa de los anteriores 72.
Y ahora intenta, con muletas, retornar a la República perdida, la de las libertades individuales, alejándose del electoralismo no republicano cuyo problema sistémico describió otro sabio, Benjamín Franklin, cuando dijo: “la democracia son dos lobos y un cordero votando sobre qué se va a comer. ¡La libertad es un cordero bien armado rebatiendo el voto!”

La democracia republicana y -relativamente- liberal hacia donde nos conduce el actual gobierno del presidente Macri está bien orientada, pero sólo sirve como paso intermedio hacia el siguiente escalón evolutivo: el del Estado mínimo.

Llegar a este estadio podría tomarnos varios períodos presidenciales más, pero debemos asumir que sólo desde esa plataforma nos será posible volar hacia la verdadera liberación de nuestra dependencia; hacia la epopeya de la mejora social a gran escala usando todo el herramental científico y tecnológico de este siglo.
Podríamos entonces aplicar el potencial pleno de las reflexiones de Smith, Calderón y Franklin antes apuntadas.

Eventualmente, llegaremos a conformar esa masa crítica de ciudadanos que despierten a la comprensión cabal de que todo gobierno se sostiene (y todo Estado crece; y crece) privando a la gente de gastar o invertir en lo que desea.
Y que lo hace quitándole su dinero por la fuerza (impuestos) e impidiendo que contraten, comercien o vivan como elegirían racional y emotivamente hacerlo (regulaciones). Comprensión que tiene su núcleo en la aceptación plena de que los emprendimientos privados en competencia se sostienen, pagan salarios y crecen sin cargar sus costos a otros. Ofreciendo al pueblo, simplemente, lo que este desea. Y que si así no lo hacen deben quebrar.

La actividad privada generadora de productos y empleos reales tiende así a aumentar constantemente el bienestar de sus clientes (toda la sociedad), en tanto la actividad estatal tiende a disminuir sin cesar aquella disponibilidad de dinero (reinvertible o consumible) que generaría prosperidad y bienestar entre los propios.
Desde luego, los “valiosos servicios” que presta a cambio son, como todos sabemos, ineficientes, insuficientes y en extremo caros si tomamos en cuenta el costo real absoluto cargado sobre la totalidad de la población. Servicios que por sus deficiencias deben ser usualmente suplidos por los usuarios con la consecuente duplicación de pagos. Aún en la presente era Macri.
¿O acaso alguien está conforme con el desempeño de nuestras fuerzas de seguridad, de nuestra Justicia, de nuestro sistema penitenciario, de nuestros sistemas de salud, educación pública o previsional, de nuestra infraestructura o de nuestra burocracia? ¿O aplaude nuestro sistema pobrista de subsidios de hambre a la inmensa legión de carenciados y ni-ni, generados a lo largo de décadas por el propio fiscalismo estatal?

Hasta tanto no se concrete una baja impositiva y regulatoria,
la receta para el empantanamiento seguirá sobre nuestra mesa, parasitando todo nuevo ímpetu creador de riqueza honesta a gran escala.

Los libertarios aborrecemos al Estado y todo lo que representa no por egoísmo antisocial ni por falta de empatía solidaria sino porque es en sí mismo fuente inagotable de corrupción y porque constituye el obstáculo financiero que impide, primero, la erradicación de la pobreza y después, el bienestar modelo siglo XXI del que toda nuestra sociedad podría gozar.
Cuanto más nos atrevamos a disminuir la carga impositiva y regulatoria, tanto más crecerá la actividad privada productiva, de servicios, de comercio, cultural, solidaria y recreativa. Porque menos Estado será siempre más sociedad. Y en el extremo, cero Estado sería máxima sociedad.

Por norma de sentido común, no debería existir compromiso o “justo medio” entre alimento y toxina.
No hay una dosis “buena” de parasitosis para el cuerpo como no hay un nivel “bueno” de socialismo para la actividad económica en el cuerpo social: siempre y a todo nivel será un freno a la actividad privada, la única que crea.

Por fuera de nuestra jaula mental nos espera entonces el “herramental científico y tecnológico de este siglo” para potenciar conceptos tan vanguardistas como economía colaborativa, eficiencia dinámica con función social empresarial, ecomodernismo, empoderamiento ciudadano, libertad responsable individual y una descentralización de decisiones a todo orden, apoyada en la diversidad.


Cuando Menos es Más

Octubre 2017

Durante un reciente viaje por Italia, recorriendo diversos pueblos y ciudades nos llamó la atención volver sobre la comprobación de cuántos de estos sitios, tan antiguos y encantadores, contaban con el hecho de haber sido en algún momento ciudades-Estado.
Y de que, de una mirada más detenida sobre sus respectivos derroteros, surgía como patrón común el que fueron precisamente esos períodos de independencia los que marcaron la menor cantidad de corruptelas e iniquidades junto al mayor auge económico y sentimiento de orgullo en libertad de sus poblaciones.

Fue la historia de ciudades como Florencia, Venecia, Milán, Bolonia o Perugia (con sus tierras circundantes), pero también la de asentamientos más pequeños como Asís, Pisa, Amalfi, San Geminiano, Arezzo o Verona entre otros.
San Geminiano, por caso, sigue siendo una pequeña ciudad en altura, fortificada y de estilo medieval, que vivió su apogeo durante los siglos XIII y XIV como ciudad libre y que halló su crecimiento en aquellos años especializándose en el cultivo y comercio del azafrán. A partir de allí, su riqueza y bienestar fueron también perdición ya que la cercana Florencia, más poderosa, terminó anexándola por la fuerza a sus dominios.

La prosperidad que conlleva la independencia de un gran Estado burocrático, lejano, siempre propenso a un mayor tributarismo e indolencia es algo que se replica en ciudades o mini-Estados autónomos actuales, tales como Mónaco, Singapur, Liechtenstein, Barbados, Andorra, Granada, Malta o San Marino. Naciones, algunas, que se cuentan entre las de más alto PBI per cápita del mundo a pesar de no poseer, prácticamente, recursos naturales. Entre otras ciudades autónomas no tan independientes pero más libres, estimulantes y ricas que el resto de sus respectivos países como en los casos de Macao, Shenzhen o Hong Kong en China.

Resulta sintomático, por otra parte, que la intelligentsia occidental haya perdido de vista el dato fundante de que la Grecia clásica, paradigma de civilización democrática y vanguardia de la mejor tradición de evolución humana en su momento… nunca fue un país. Mucho menos un Estado-nación equiparable de algún modo a los pesados ingenios político-territoriales que soportamos hoy.
Lo que conocemos por “Grecia” en su período de mayor gloria, libertad intelectual y riqueza no era sino una constelación de ciudades-Estado independientes (en eventual interacción) tal como las italianas durante el medioevo y el renacimiento. Sólo unidas por un idioma, algunas creencias religiosas y un cierto origen étnico-geográfico.

El actual gigantismo de la mayoría de los Estados con sus aberrantes cuotas de impositivismo y abusos de poder, con más el caos de los desacuerdos políticos expresados con furia en las calles tanto como sufridos silenciosamente en las periferias, contrasta con el orden, la baja imposición y el bienestar de pequeños enclaves… de escala más humana.

La estrategia libertaria de desarrollo generalizado, libertad y no-violencia (utopía por ahora) es hoy más que nada un retorno conceptual, recargado y tecnologizado, a sistemas exitosos probados tanto en el pasado como en la actualidad.

También fue y es posible, desde luego, la existencia de un gran país exitoso sin Estado, como lo demostró durante casi mil años una entidad tan grande como la isla de Irlanda entre los siglos VII y XVII, posiblemente la sociedad más avanzada de su tiempo, regida sin inconvenientes por cortes y leyes libertarias funcionando dentro de una sociedad sin gobierno (sin rastros de justicia monopólica ni de coacción estatal), hasta su brutal anexión por parte de la vecina Inglaterra. Un largo episodio histórico de convivencia civil y progreso sin tutelajes parásitos, convenientemente “olvidado” por los historiadores oficiales.

Que mayorías electorales clientelizadas durante muchas décadas prefieran hoy cierta idea difusa de seguridad por sobre el más arriesgado concepto libertad, no es novedad. Es la respuesta esperable al infantilismo social cultivado sin pausa por todos los programas oficiales de educación.
Preferir la “regulocracia” fiscalista de un Estado-mamá al más adulto emprendedorismo capitalista de un sistema de libertades es, en este marco, entendible. Sobre todo, cuando el contexto incluye en nuestro país un desesperante porcentaje de pobreza -ya estructural- generada y nutrida por el propio fiscalismo que dice combatirla.

El aún vigente triunfo maradoniano de la sinvergüenzada empobrecedora es algo sumamente notable a nivel nacional, si bien resulta algo menos notable a escala provincial y baja otro punto de notabilidad cuando la observamos a nivel municipal.
Una secuencia delincuencial descendente que apoya su lógica en la de las relaciones interpersonales: a niveles locales y cuanto más pequeña sea la comunidad, la gente se conoce más. Existen lazos familiares, de amistad, barriales y comerciales tangibles, cotidianos e incluso históricos entre individuos, que potencian el reconocimiento social para aquellas personas con real vocación de servicio público desinteresado y solidario, tanto como refuerzan el antiguo (y eficaz) freno de condena social a toda incorrección, a través de diversos niveles de ostracismo.
El combo todavía vigente de avales intra-estatales al robo, a la insolencia de los peores y a la estafa desciende otro nivel hacia su mínimo cuando nos centramos en las relaciones y acuerdos personales. Libres; voluntarios y privados; laborales, de servicios o de negocios.

Si dejamos que algo de cierta civilizada evolución siga su curso natural, será el mercado (o sea todos) reemplazando de a poco a la regulación mafiosa lo que hará la diferencia.

El norte debe estar, entonces, en el aval legislativo y el fomento ejecutivo de comunidades descentralizadas con más y más independencia a todo nivel, sin tantos límites a la libertad contractual individual y de unión en eventuales redes de acuerdos intercomunitarios.
Des-demonizando incluso a la tan temida palabra secesión. Entendiendo a y simpatizando con catalanes, kurdos, escoceses, chechenos y tantas otras gentes en busca de autodeterminación; de una escala más humana, menos corrupta para la resolución de sus problemas y para el logro de sus sueños de mayor progreso en libertad.
Para ejercer, en suma, el siempre vetado derecho a la búsqueda de la felicidad.





Hampa o Cuestionamiento Social

Septiembre 2017


Resulta obvio que más allá de reaseguros constitucionales que fallan con cronométrica regularidad, el Estado es una maquinaria extremadamente peligrosa.
Para empezar, por estar su gestión en manos de seres humanos (y no de ángeles), susceptibles a todas las concupiscencias y defectos que ello implica.
Y en segundo lugar porque de la “competencia” que se da por las candidaturas políticas no surgen los mejores (los más cercanos a ángeles) sino todo lo contrario.
O bien, como en el raro caso actual, políticos mejor intencionados pero que seguirán conduciéndonos hacia el Gran Hermano de un sistema paternalista (llámese desarrollista, neoliberal, conservador, etc.): controlador, invasivo en lo fiscal-regulatorio, castrador en lo económico, omnipresente y a todo efecto obligatorio además de costoso e ineficiente… en comparación con el potencial de sistemas donde imperen mayor libertad y respeto por los derechos individuales (vale decir por la creatividad, el emprendedorismo y el progreso familiar sin ataduras ni complejos).

Esta perogrullada (la del peligro y el lastre que representa un Estado) que todos conocemos pero que pocos adultos asumen en la profundidad necesaria, es algo que puede comprobarse a lo largo de los últimos 8000 años de Historia. Desde los sanguinarios tiranos de la antigüedad, pasando por monarquías y dictaduras de toda clase hasta la imposición, poco más de dos siglos ha, de los Estados-nación y de los regímenes democráticos de fiscalismo compulsivo que hoy tenemos por normales.

Y con respecto al sistema democrático (que no es lo mismo que republicano), supuestamente “el peor de los sistemas exceptuando a todos los demás” (frase desactualizada, por otra parte, ya que la tecnología sí nos permite hoy la posibilidad de sistemas mejores. En bienestar, en no violencia y en gobernanza eficiente), vienen a nuestra mente los hechos verificados en su cuna, Atenas, Grecia, alrededor del año 353 antes de Cristo.
En ese entonces, la novedosa aplicación democrática que permitiera abrir nuevas rutas y tácticas comerciales creó una gran riqueza para un número creciente de personas, aunque otras quedaran rezagadas en este ítem.
Disparidad de “velocidades de avance” que llevó finalmente a generar una grieta entre envidiosos y envidiados. Y a que una cierta mayoría de ciudadanos más pobres tomara el control de las instituciones democráticas dando rienda a su inventiva… en aumento de impuestos, reglamentarismo dirigista, persecuciones fiscales, embargo de bienes, ejecuciones y redistribución de la riqueza.
El método no funcionó (la economía dejó de generar oportunidades y de sacar gente de la pobreza) y no sólo los que eran pobres siguieron siéndolo, sino que nuevos pobres se les agregaron haciendo crecer de esta manera la grieta y con ella el bando de los envidiosos.
Los atenienses pudientes que quedaron tuvieron que concentrar sus esfuerzos en improductivas protecciones contra las confiscaciones de la propia Atenas.
En esa circunstancia de división y furias, la ciudad otrora solvente e independiente fue invadida y sojuzgada por Filipo II de Macedonia, quien terminó siendo recibido como un liberador.

Veintitrés siglos más tarde todavía estamos viendo repeticiones “a estreno mundial” de la misma película, levemente aggiornada en cuanto a escenarios y actores.

En nuestro 2017 la gente se acostumbró a que el gobierno controle, reglamente y grave cualquier transacción de bienes o servicios que ocurra en la sociedad, en la misma forma en que antes lo hacía la Iglesia con las expresiones y comportamientos privados de las personas.
Si bien hemos logrado la separación de Iglesia y Estado, el desafío de separar cosas tales como Economía y Estado para poder avanzar, sigue siendo el mismo.
Recordemos que la democracia llegó a ser popular porque prometió menos impuestos y más libertad de la que existía bajo la monarquía. Y que no pudo cumplir su promesa debido, entre otras cosas, al temprano abandono de sus componentes republicanos y libertarios.
Aun así, mucha gente piensa que la sociedad no podría funcionar con poco o ningún Estado democrático detentando el monopolio de la fuerza. ¡Al fin y al cabo, todos los países civilizados son democracias!
Sin embargo, podría recordárseles que en los siglos XVII y XVIII mucha gente también pensaba que la democracia no podría funcionar, y que un sistema así se desintegraría en el caos en cuestión de meses. ¡Al fin y al cabo, todos los países civilizados eran monarquías!
Ahora todo es democracia intervencionista, pero… señores, señoras, la noche está en pañales.

Una sociedad libre, voluntaria, de baja o nula imposición es aquella en la que el gobierno reduce al máximo su interferencia en la acumulación de ahorro y capital de producción, generando subas en la tasa de capitalización.
Círculo virtuoso que podría evolucionar en forma ilimitada, creando el mejor ámbito posible para las inversiones, el empleo, el auge económico y en definitiva para las posibilidades reales de elección de la gente, en toda área imaginable de la acción humana.
Tendríamos en Argentina a 45 millones de mentes trabajando para solventar los -muy complejos- conflictos y oportunidades diarias, votando con su poder de compra (o de negativa a la compra/contratación) por la mejor solución para cada uno en coordinación con los demás, en cada caso, necesidad y circunstancia.
Bajo el Estado coactivo, en cambio, tenemos a unas pocas personas intentando resolver los problemas de todos, y todos somos obligados a punta de pistola a aceptar las soluciones de quien gobierna.

Hoy sabemos que el derecho humano de la mayoría a un bienestar real modelo siglo XXI (que, está demostrado desde los tiempos de Jefferson y Alberdi, depende en más o en menos de la mayor o menor vigencia de los derechos individuales) no cuenta, en la práctica, para el rígido sistema de Estados-nación soberanos.
Aunque todos intuyan que los derechos humanos -en primer lugar el de propiedad, cimiento y soporte de todos los demás- estén antes que cualquier “soberanía nacional”. Y que la identidad individual sea mucho más real que la identidad nacional e incluso que la religiosa.
Comentarios precedentes, todos, que en nuestra modesta opinión deberían ser desarrollados por los educadores de nuestra sociedad en tanto ejemplo de valores fundantes que eviten la “deriva cubana” que hoy nos frena.
En tanto ejemplo del derecho de nuestro pueblo a cuestionar todo y a exigir la potestad libertaria de decidir en serio sobre sus vidas, relaciones y producidos, sin parar mientes en tabúes decimonónicos. Mucho menos en miopes envidias de tiempos helénicos.

El proceso seguido por la muy bolivariana “república” de Venezuela constituye un ejemplo de la clase de tobogán hacia la dictadura socialista que muchos (demasiados) millones de argentinos parecen desear todavía para nuestra patria.
Visible en nuestras pantallas casi en tiempo real, dejó ilustrado de qué manera el hampa, encaramada al Estado y al comando del monopolio de la fuerza, es capaz de tomar de los pelos a toda una sociedad para conducirla a puntapiés hacia el matadero totalitario.
Para los venezolanos bastaron un par de micos -montados sobre un barril de petróleo estatizado- durante 18 años, blandiendo frente a la intelligentsia local la navaja del poder militar-narco-mafioso. Clientelizando con migajas y relatos infantiles al resto de la población compuesta, como es usual en nuestros populismos, por ignorantes e idiotas útiles.
Un proceso eficaz que enriqueció a ambos, a sus familiares y cómplices hasta niveles de vértigo.
En el caso argentino, afortunadamente, no bastaron 12 años de barbarie para que nuestra propia pareja de usureros hipercorruptos -montados en este caso sobre un silobolsa de soja robada- afianzaran la caída nacional.
Aunque de haber ganado el peronismo las presidenciales 2015 (cosa de la que estuvo muy cerca), el tobogán hacia el despeñadero cubano se hubiera consolidado con fuerza.









Alejándonos del Averno

Agosto 2017

Se sabe, en nuestro país al menos, que cerca del 80 % de las personas están poco o mal informadas sobre los temas de la política nacional (gobernanza, sustentabilidad financiera, seguridad jurídica, relaciones internacionales, fiscalidad, realidad parlamentaria etc.) y que tampoco tienen interés en saber ni entender más sobre estos asuntos.
Muchos, demasiados, consideran una pérdida de tiempo dedicar esfuerzo mental y práctico a asuntos que, piensan, no podrán modificar; tiempo ya de por sí escaso en orden a sus intereses principales: la supervivencia diaria, el eventual progreso económico familiar y los tiempos de ocio. 
Delegan esta tarea en la corporación política, eligiendo cada tanto de entre los postulantes a quienes mejor parezcan encarnar sus anhelos. Incluso si algunos de estos anhelos se contraponen al bien común honestamente entendido.

Los decepcionantes resultados prácticos de tal procedimiento, ya sea porque los elegidos no ganan o porque aún ganando no cumplen sus expectativas, llevó a ese mismo 80 % a un escepticismo político cuasi crónico. A desconfiar de las instituciones, autoridades y leyes regulatorias que sus supuestos representantes pergeñaron e impusieron, en una acumulación de matriz sedimentaria.
Incluyendo en el descrédito a ítems tan básicos como la Justicia, la limpieza del acto eleccionario o el manejo de los dineros obtenidos de impuestos, deuda y emisión.

Los expertos concluyen que nuestro ciudadano promedio es apático para lo público. Que está desinformado y que sus elecciones políticas no están gobernadas por su racionalidad sino mayormente por sus sentimientos: en general deseos difusos, odios, miedos, ansiedades y emociones primarias.
Además, hoy, tenemos más de un tercio consolidado de electores a quienes no les importa la moralidad de sus candidatos, la sustentabilidad fiscal del país ni la suerte de sus nietos sino sus perspectivas de consumo inmediato.
Una situación bien definida por el periodista J. Morales Solá cuando dijo que, para millones de argentinos hundidos en la sordidez de los conurbanos, la ética funciona sólo entre quienes tienen aseguradas dos comidas calientes al día.
Caldo de cultivo clientelista en estado puro, claro está, para una estrategia populista “de manual”.
Resulta también concluyente que la gente percibe a las ideologías tradicionales como anquilosadas. Que perdió el respeto y desmitificó a las autoridades. Y que ve con claridad la epidemia de corrupción gubernamental que la rodea.

Gente, sin embargo, que a fuerza de desilusiones y carencias empieza a darse cuenta de algunas cosas simples, como que la corrupción empobrece y mata. Como que un empresario no podría corromperse comprando favores a un burócrata que no tuviese favores que vender.
Y de que una libertad (de comercio y en todo sentido) en justa competencia, fomentaría la baja de precios y la eficiencia productiva con más y mejores salarios sustentables… en tanto el proteccionismo que nos rige sólo ha fomentado el privilegio, el statu quo y la creatividad para la coima.

Hablamos de una opinión pública cuyo poder se va horizontalizando y anarquizando (en el mejor sentido) al ritmo de la revolución informática, a pesar de la pauperización e infra-educación inducidas por el estatismo.
Una cuya militancia declina y donde los oradores son cada vez menos escuchados, sin que importe la dimensión de sus aparatos partidarios ni la historia de sus instituciones, supuestamente representativas.
En verdad, la gente común no cree que el presidente, el parlamento o la corte la represente. Ni que le responda.
Cree más en lo que podría obtener de un buen empleo y del mercado libre que de la política y sus flacas limosnas, cada día más envenenadas.
Como el ecosistema terráqueo mismo, nuestra sociedad conforma una diversidad tumultuosa y compleja. Contradictoria, si. Pero llena de vida; en constante evolución y reacomodamiento.

Hecho este análisis básico, fáctico, cabe preguntarnos si nuestra dirigencia estará esta vez a la altura del desafío adelantándose a los hechos para guiar al pueblo por la cornisa correcta o si, una vez más, optará por correr detrás de un carro que se desbarranca.

Porque coincidiendo con este tránsito generacional hacia lo personal-familiar, los pronósticos electorales prevén para Octubre otro leve retroceso de la irracionalidad. Un acotamiento numérico de la barbarie emocional de masas que desde hace más de siete décadas empuja a nuestra Argentina hacia el averno.
Cabe preguntarnos, decíamos, si percatándose del sentido en el que fluye la corriente subterránea de la Historia, un gobierno y una oposición renovados decidirán cambiar el objeto de nuestro creciente endeudamiento.
Haciendo virar el mismo desde la posición de eterno bombero de un déficit público insujetable a la posición de sustituto de una muy fuerte rebaja de impuestos y regulaciones (laborales incluidas) que permita la transición ordenada (y rápida) hacia una economía sana, sustentable, basada en inversiones inteligentes.
Con feroces aportes privados de capital de riesgo, management, capacitación, reconversión laboral y tecnologías modelo siglo XXI. 

Sería un primer paso por la cornisa correcta. Anticipándonos, como a fines del siglo XIX, a las sociedades “centrales”.

En aquel entonces recibíamos a sus emigrantes emprendedores, hartos de costosos Estados omnipresentes que abortaban su movilidad social a través de impuestos vampirizantes y regulaciones dirigistas.
Hoy recibiríamos a sus capitalistas, hartos de costosos Estados omnipresentes que abortan su creatividad empresarial a través de impuestos vampirizantes y regulaciones dirigistas.








Volvió y Fue Millones

Julio 2017

Cuando vemos a hombres jóvenes de clase baja cubiertos con mantas y durmiendo bajo las mansardas en respuesta a los pesos recibidos a ese efecto de su puntero kirchnerista (hecho varias veces comprobado, no seamos ingenuos), a los lavadores de parabrisas o vendedores de pañuelos de papel y a los tullidos o saltimbanquis en los semáforos; cuando vemos a mujeres desgreñadas, con niños, pidiendo limosna a toda hora en las veredas, puertas de iglesias y shoppings o a ancianas mendigas hablando solas, arropadas entre sus bolsas y sentadas a la intemperie; cuando vemos por televisión o desde el auto la precariedad de la vida y de las viviendas de cientos y cientos de miles de argentinos en las villas miseria, multiplicadas en los miserables conurbanos de nuestras ciudades; al margen de sentir lástima (y/o rechazo) y de intentar vanamente, aquí y allá,  ayudarlos con algo,  solemos pensar en definitiva “…se lo buscaron solos con su voto, con su sumisión tenaz a delincuentes políticos, año tras año. Se lo buscaron del mismo modo sistemático que sus padres antes que ellos. Y que sus abuelos antes que sus padres durante décadas, apoyando de viva voz a peronismos y populismos que se sabían inviables, incorrectos, ladrones, resentidos y mentirosos sin más; de tiro corto y consecuencias largas…”

La efímera satisfacción de pasar al cuarto oscuro para “clavar” una boleta vengativa contra “el rico” les volvió a millones como un búmeran en el rostro, lanzándolos a ellos mismos y a sus hijos al dolor, a la exclusión educativa y a la pobreza, cuando no a la calle y a una muerte prematura.

Volvió y fue millones, ciertamente.

El presidente M. Macri no tiene nada que ver con esto, que no es otra cosa que el resultado matemático de largos setenta años de violaciones al mandato liberal de la Constitución, sobre todo en el campo de la economía y de la creación de riqueza, base absolutamente ineludible de beneficios populares en educación, salud y prosperidad familiar en libertad.
Tal vez sí le quepa responsabilidad a su padre, F. Macri, en tanto cabal “capitán de industria” de la “patria contratista y proteccionista” y de su correlativa corrupción que, sin duda, empobreció y empobrece… mató y mata.
Tal como tienen responsabilidad, con nombre y apellido, todos y cada uno de los millones de emisores del voto delincuente y la militancia canalla que nos bajó a puntapiés del primer mundo, sitio donde estábamos hace tan sólo tres generaciones.

Mauricio no es Franco. Y es más que probable que sienta en su interior la misión de limpiar su apellido de anteriores errores y tropelías, aún a costa de perder su salud y parte de su fortuna. O toda, como le sucedió al honorable radical Marcelo T. de Alvear durante la época de oro en la que nuestro país crecía a paso veloz en todos los rubros e iba camino de alcanzar -y superar- a las potencias de la época.

¿Volverán millones de argentinos responsables del colapso a virar, esta vez en el sentido correcto, tras la esperanza del ejemplo… que quiere darnos nuestro presidente?




Enmendando a Nuestros Mayores

Julio 2017

Escepticismo y disconformidad abonan y potencian el hambre de la gente por el uso de tecnologías informáticas que tiendan a distribuir horizontalmente el poder de decisión sobre todos y cada uno de los aspectos prácticos de sus vidas personales.
Derechos individuales, en definitiva, que hoy reposan en manos de un Estado sobredimensionado e invasivo y de la sobreapoderada clase política que lo usufructúa.

Vivimos un proceso de cambio evolutivo de curso inevitable, que deberá llevar durante este mismo siglo al entero sistema democrático a un replanteo drástico de todos sus supuestos. Partidocracia de lobbies, representatividad real y atropellos de simple mayoría incluidos.

Algo que en sentido general fue previsto ya en Septiembre de 1787 por Benjamín Franklin, uno de los Padres Fundadores de los Estados Unidos.
Según una conocida anécdota, el prócer fue abordado por una mujer cuando salía del Salón de la Independencia, al final del último día de la Convención Constituyente, preguntándole “Bueno Doctor ¿Qué tenemos, una república o una monarquía?” A lo que un Franklin de ceño fruncido rápidamente respondió “Una república… si se puede mantener”.
Aludía así a sus reparos tras el duro prolegómeno de meses de intensas discusiones, casi “palabra por palabra”, que concluyeron en la Constitución que más tarde los argentinos tomaríamos como modelo y que a poco andar, en 1789, debió modificarse con el agregado de 10 enmiendas.
Tras los primeros abusos de poder, las mismas intentaban reforzar el preclaro concepto de otro de los Padres Fundadores, Thomas Jefferson, quien advertía “Cuando los gobiernos temen a la gente, hay libertad. Cuando la gente teme al gobierno, hay tiranía”.

Nuestros avisados lectores supondrán qué fue de la Constitución, de las famosas enmiendas y de los temores de Franklin y Jefferson. O sea, qué es hoy de la democracia insignia. Veamos.

La Primera Enmienda garantiza que el congreso no pueda censurar; es decir, hacer leyes que restrinjan la libertad de expresión, religión o reunión pacífica.
Lo que, teniendo en cuenta el abstruso y costoso reglamentarismo vigente, empeorado después de los atentados del 11/09/01 o más aún con Trump en la presidencia, es literalmente una broma.
Pero más grave aún es la propia censura intra-ciudadana, bien representada por los estudiantes universitarios que protestan con violencia contra cualquier idea que no se ajuste a su estrecha agenda filo-socialista (de un adoctrinamiento que pretenden sea obligatorio) y que, por tanto, consideren ofensiva.


La Segunda garantiza que “el derecho del pueblo a poseer y portar armas, no será infringido”.
Un derecho importante que asegura que sea el Estado quien deba temer a sus patrones y mandantes y no a la inversa. Derecho y reaseguro de hombres y mujeres libres que sin embargo se encuentra bajo el fuego permanente y el pedido de revocatoria de casi todos los medios de comunicación formadores de opinión. Y por supuesto del Estado y sus integrantes, en la inteligencia de que tal soberanía práctica contraría sus intereses de clase. El propio Franklin, un visionario y sabio libertario que tenía claros los condicionantes de la naturaleza humana y de la riqueza o pobreza de los pueblos aclaró: “la democracia son dos lobos y un cordero votando sobre qué se va a comer. ¡La libertad es un cordero bien armado rebatiendo el voto!”

La Tercer Enmienda es más pintoresca, garantizando que ningún soldado pueda alojarse en una casa sin el consentimiento del propietario.
Algo que en sí no está mal, aunque sea obsoleto por contexto histórico. El ejército norteamericano nunca ha debido alojarse entre la población civil.

La Cuarta, por su parte, garantiza que “el derecho del pueblo a la seguridad en sus domicilios, papeles y efectos, contra registros y detenciones arbitrarias, será inviolable”.
La violación diaria de esta Enmienda es flagrante. Hoy día el gobierno federal espía a todos, entra en las intimidades familiares, privadas o financieras cuando le conviene y exige declaraciones impositivas tan invasivas e incriminatorias cuanto abusivas, bajo amenaza de cárcel. La pesadilla del Gran Hermano está más cerca de la realidad estadounidense que nunca antes.

La Quinta asegura que nadie puede estar obligado a responder por las consecuencias de un delito sin acusación del gran jurado.
Sin embargo, Barack Obama firmó la Ley de Autorización de Defensa Nacional por la que cualquier ciudadano puede ser detenido por militares en suelo estadounidense sin que se requiera proceso alguno. La policía, asimismo, está facultada a requisar teléfonos celulares y computadoras sin proceso, violando las garantías contra la autoincriminación que esta enmienda también proveía.

Conectadas con la anterior, la Sexta y Séptima Enmiendas garantizan en juicios penales o de propiedad procedimientos rápidos, públicos y con jurado imparcial.
Los centros de detención militares, el alto secreto y los tribunales especiales, así como la nueva y atropelladora Ley Civil de Extinción de Dominio vigentes o en gateras, dan por tierra con las intenciones protectoras de los constituyentes para con la seguridad jurídica sin excepciones para con las personas del llano.

La Octava protege contra “el castigo cruel e inusual”, refiriéndose a quienes violan leyes federales.
El problema está en que, al momento de sancionarse, había sólo cuatro delitos federales y ahora hay miles mientras la presión impositiva, que en aquel entonces fluctuaba en pocos puntos del PBI, se encuentra en niveles de asfixia.
La misma categorización actual como delitos (con muy graves penas) de acciones u omisiones que afecten el poder de los integrantes del gobierno para financiarse compulsivamente con la labor ajena es, a puro sentido común, un castigo cruel e inusual.

En cuanto a la Novena y Décima enmiendas, garantizan por su parte la limitación de los poderes de la administración federal en favor de los gobiernos estaduales y de las personas. Todo lo cual ha sido fuertemente revertido desde entonces (y continúa su camino de profundización) a ojos vista.

Las consecuencias de estas violaciones se encadenaron multiplicándose y la “Land of Free” ya no es lo que era, por cierto. Los temores de sus próceres se vieron confirmados y esto, en cierto modo, terminó arrastrando al resto del mundo.
Porque el hecho de poner los derechos del Estado por encima de los derechos de la gente -limitando sus libertades- tiene como consecuencia (costo) global la decadencia a todo orden. Verdad válida hasta para una superpotencia.

Algo aleccionador para nosotros teniendo en cuenta que, con sólo leer el último informe de su Reserva Federal, inferiremos que el 72 % de las empresas de los Estados Unidos hoy no son rentables, dato que no tiene precedentes.
Por otra parte, el 40 % de los jóvenes de ese país siguen viviendo con sus padres, constituyendo el porcentaje más alto de los últimos 75 años; señal muy significativa en una economía que tampoco este año logrará arañar (siquiera) el 2 % de crecimiento.
Los salarios ajustados por inflación han permanecido inmóviles desde el 2009, otro dato clave que junto al del gigantesco endeudamiento nacional, que hace años superó la barrera de su PBI anual, no hace más que confirmar que estatismo y centralidad regulatoria equivalen a crisis.

Las encuestas dicen que en nuestro país el 80 % de los ciudadanos están desinteresados de la política. No confían en su Justicia, en su Congreso ni en sus organismos de seguridad.

Harían bien, en todo caso, en terminar de romper con ella obligando por defecto a los socialistas que desde todos los frentes políticos los cabalgan, a rever sus ideas “iluminadas”, sus ansias de parasitismo social y su descarada intención de seguir impidiendo mediante sobrepesos y frenos estatales el despegue de nuestra Argentina.  





La Búsqueda de la Felicidad

Junio 2017

John Locke (médico y filósofo inglés, 1632-1704) dejó asentado de una vez y para siempre que el principio fundante de la libertad es el derecho individual a la búsqueda de la felicidad.
Principio luego incorporado a la Constitución de los Estados Unidos la cual, junto a la reintroducción del sistema democrático tras casi 2.100 años de intervalo, trató de asegurar para sus ciudadanos por vez primera los derechos a la vida, a la libertad, a la propiedad y a la búsqueda de la felicidad.
Nuestra Carta Magna, que reconoce como muchas otras su inspiración en la norteamericana, asienta su letra y espíritu en la libertad y en su mencionado principio fundante.

Argentina progresó espectacularmente durante 8 décadas, hasta casi mediados de la pasada centuria, tras la aplicación práctica de los principios económicos derivados de la protección al derecho de propiedad que marca la Constitución.
El implícito derecho a la búsqueda de la felicidad empero, si bien muy mejorado durante ese período, no encontró idéntico nivel de concreción práctica ya que en los hechos la economía y la política estuvieron regidas por una cerrada élite de terratenientes y aristócratas ilustrados.
Eso cambió a partir de los años ’40 del siglo XX, cuando el poder estatal decidió apartarse de la Constitución por el peor de los caminos: abandonando la protección al derecho de propiedad.
 Acabó así con la seguridad jurídica que a su amparo había propiciado nuestra elevación económica y educativa.

El resultado de esta decisión popular tan poco perspicaz fue, desde luego, la decadencia económica y educativa pero también un mal cambio de guardia en la élite dominante, que pasó a manos de funcionarios de escasa calificación mayormente corruptos y a empresarios prebendarios poco competitivos, pero con gran poder de lobby. Poder que usaron para extorsionar a los sucesivos gobiernos canjeando contratos públicos ventajosos y protección arancelaria permanente, por empleo industrial clientelizable más o menos masivo.
Un negocio que engordaba a ambas partes (bastante bien representadas hoy día por el tándem opositor Massa - de Mendiguren) pero que no podía sino llevarnos a multiplicar por 100 el tamaño del Estado y a dividir por igual guarismo la competitividad global de nuestra economía.
Situación que poco o nada ayudó en la genuina búsqueda individual de felicidad por parte de la mayoría de los ciudadanos.

Sin embargo, a casi -otros- ochenta años vista, puede que estemos montados sobre la bisagra de un nuevo cambio de guardia en la élite rectora. Porque quienes tienen las cartas ganadoras para este siglo tecnológico son quienes poseen el conocimiento y las ideas. Que no son precisamente los políticos tradicionales ni los pseudo-empresarios de “taller protegido”.
La democracia, aún en su mejor versión, la republicana, deberá adaptarse a tecnologías que todo lo transparentan, que todo lo aceleran y que -lo más importante- empoderarán como nunca y en forma individual a la gente del llano.

Si no lo hace de manera drástica, fenecerá como sistema útil.

Algo que a los libertarios no nos quita el sueño ya que nunca caímos en el error de elevar este sistema al nivel de culto incuestionable, cristalizado y… sacralizado.
Esto es así porque apoyamos el desarrollo de la sociedad civil, que es voluntaria, en oposición a la sociedad política, que es coercitiva y promovemos las soluciones de mercado, que son libres, en oposición al intervencionismo dirigista, que es obligatorio.
Todo ello en adhesión al Principio de No Agresión (que caracteriza al pensamiento libertario) y a su correlato, la no violencia como base organizativa innegociable para toda sociedad que quiera llamarse a sí misma civilizada.

En línea con lo anterior, se va imponiendo en el mundo el llamado “índice de felicidad”, más que el puro PBI, como modo de establecer un ranking de sociedades satisfechas de sí mismas. O, dicho de otra manera, de individuos a los que no sólo se les permite, sino que se les facilita la búsqueda y el logro de su felicidad, obtenida por métodos honestos; no violentos.

El índice se basa en un mix de PBI per cápita, expectativa de vida saludable, percepción de ausencia de corrupción pública y privada, de generosidad social, de contención familiar y de libertad para realizar las opciones de vida que se elijan.

Los regímenes populistas, autoritarios, totalitarios y/o los resultados empíricos de las políticas de izquierda en general a todo orden nos han hecho ver en estos últimos cien años (de penosa, lenta evolución humana bajo su predominio) su capacidad para poner palos en la rueda de la felicidad de la gente. De las personas trabajadoras y de mérito. De su habilidad (restando recursos) para frenar posibilidades de realizar sus opciones de vida.
Han profundizado la desigualdad, generado desempleo (o empleo público, que es casi lo mismo), empeorado estúpidamente el ecosistema y limitado las posibilidades de educación de excelencia a gran escala. Han roto los lazos sociales con grietas alimentadas a base de facilismo impositivo y resentimiento emocional y sobre todo han coartado gravemente las libertades individuales atacando la institución de propiedad privada, piedra basal de la creación de riqueza, cultura, ciencia y bienestar general a escala adecuada.
Todas acciones contrarias al antes mencionado decálogo de condiciones que determinan el índice de felicidad de una sociedad.

El relativamente escaso avance general, fue logrado a pesar de los Estados y no por ellos. Empujado por personas que desafiaron heroicamente a las máquinas de impedir buscando, justamente, su felicidad.

El derecho a la búsqueda de la felicidad, concepto altamente liberal y par inseparable de las libertades individuales sabiamente protegidas por nuestra Constitución, es algo que nuestro gobierno y nuestra élite pensante deberán grabar a fuego en sus respectivas hojas de ruta.