El Descenso Democrático

Agosto 2016

Las mejoras en bienestar, civilidad y empatía social no suelen verificarse en línea recta sino más bien en forma de espiral. Algo así como un paso y medio girando hacia arriba para luego retroceder otro paso por la diagonal opuesta. Reiniciando más tarde el mismo ciclo de progreso circular; lento, muchas veces frustrante y trabajoso, pero constante.

Una evolución que en el campo de las ideas se verifica hoy, entre otras cosas, en una propensión generalizada a la desmitificación, al cuestionamiento de prohibiciones, a la ruptura de barreras y tabúes mentales. Y en la tendencia al rechazo de conceptos impuestos sobre las causas de éxito y fracaso o riqueza y pobreza; en suma, de felicidad o resentimiento que anteriores generaciones no habían dado en cuestionarse.
En nuestro medio, esta misma tendencia a poner en tela de juicio la utilidad (y moralidad) de definiciones y obligaciones colectivas “legales” de talante paternal exigibles por vía forzada, se vio abonada por el uso y abuso que de ellas hizo nuestra clase política con el aval de toda la intelectualidad progresista, con su habitual máscara de “corrección política”.

Es una gran verdad, por otra parte, que la mayoría de las democracias han seguido, con variaciones locales, un trayecto natural de descenso hacia lo que hoy se denomina patrimonialismo.
Un tipo de decadencia que a nadie debería sorprender desde el momento en que uno de sus protagonistas iniciales (nada menos que Sócrates, hace unos 2400 años) definió al sistema como inviable a largo plazo por su inclinación cierta a que la mayoría menos creativa votase casi siempre en favor de expropiar la riqueza de la minoría más creativa, a fin de repartírsela entre ellos.
En lo que tal vez fuera la primera y más clara comprensión teórica de lo que más tarde llegaría a ser la democracia delegativa de masas (socialismo) y de su natural frenante.

En nuestra práctica resultó democracia devenida en peronismo patrimonialista, apoyado por 10.490.000 argentinos votándolo en el año 2011 y por la friolera de 12.190.000 en 2015 (curiosamente, casi la misma cantidad de ciudadanos alemanes que votaron por el nacional-socialista Adolf Hitler en 1933, elevándolo al poder), otorgando explícito permiso de asociación para el enriquecimiento ilícito y la violación constitucional a funcionarios estatales, pseudo-capitalistas amigos, intermediarios de favores discriminantes y en general a corruptos violentadores de toda edad, sexo y pelaje cultural.
Avalando entre todos, electores y elegidos, un sistema estructural de atropello, maniatado y robo… con un modesto grado -eso sí- de derrame sucio. Patrimonialismo proveedor además de un relato justificante que, aunque infantil por lo insostenible, suministra algún sedante a sus conciencias alteradas de modernos Judas.

Siendo también una argentina verdad, como alguna vez dijo el mismo A. Hitler, que las masas son femeninas y estúpidas: responden a un manejo basado en emociones y violencia.

En disrupción con todo lo anterior coincidimos con el catedrático, filósofo, economista, historiador y sociólogo libertario alemán contemporáneo Hans H. Hoppe cuando desde su libro del 2001 Democracy, The God That Failed desgrana las semillas intrínsecas de su inviabilidad y fundamenta por oposición en favor de la ética de no-agresión. Del tránsito hacia un tipo más evolucionado de sociedad, basada en la contractualidad voluntaria a todo orden. Hacia un cuerpo social que se eleve desde la masa electoralmente manipulable… al individuo valioso en la auto-conciencia de su potencial; de su libre albedrío y de su estatus de “inatropellable”.
La actual tendencia a desmitificar y desacralizarlo todo debería alcanzar también a este, nuestro dios institucional, comenzando por repensarlo sin prejuicios para mejorarlo y, finalmente, superarlo.

¿Acaso las sociedades más civilizadas no lograron separar en su momento a la Iglesia del Estado? Algo que fue beneficioso para ambas instituciones, acotando el poder de opresión (y venalidad) del segundo al tiempo que aumentaba la autoridad moral de la primera.
Tal vez sea hora de empezar a separar, también, a la Economía del Estado. E incluso a separar la territorialidad del bárbaro concepto de Estado en tanto titular legal de un virtual “coto de caza” impositivo-reglamentario de jurisdicción exclusiva.

Un principio de este tipo de tendencias se ve en la huida de los británicos de la Unión Europea.
Al igual que los separatistas catalanes en España o los de la Liga del Norte en Italia entre muchos otros casos, la gente en regiones o ciudades puja por quitarse de encima los inmensos costos de una estructura estatal lejana, coartadora y a todas luces sobredimensionada que sólo favorece a una casta de bien cebados burócratas. Gente que nunca produjo nada (como los Chávez, los Maduro, los Menem o los Kirchner en nuestro sub continente) pero que se cree con derecho a decidir sobre vidas y haciendas de personas que en modo alguno los autorizaron a tal cosa.
Las secesiones son maneras socialmente intuitivas (y muy válidas) de “parar el carro” a la violencia extractiva de terceros vivillos.

Así como el movimiento “Ni Una Menos” en Argentina movilizó la toma de conciencia y la indignación popular contra la violencia de género… el abuso físico y psicológico contra niños o ancianos podría convertirse en el siguiente escalón de esta cruzada. Que bien podría culminar en el categórico rechazo a los cínicos forzamientos de nuestra clase política, expresada en un nunca más a la democracia patrimonialista de masas clientelizadas, como parte del lento avance circular hacia un nuevo tipo de civilidad.

El sistema de setenta años que venimos de derrocar en las urnas (y que está por verse si no sobrevive en otra suerte de gatopardismo político) es el que “evolucionó” de afirmar que hay que sacrificar a la élite competente en beneficio de la masa, a concluir hoy que se debe sacrificar a todos en beneficio de una élite de funcionarios y sus amigos (todos incompetentes).
Es el que pasó de ridiculizar las promesas capitalistas de beneficios a futuro, a concluir en la prohibición de facto tanto de las ventajas futuras como de los beneficios actuales posibles.
Es el que derivó de afirmar que el capital crece explotando el talento de los desposeídos y coartándolos en su bienestar, a concluir que se debe maniatar a los capitalistas, no dejando crecer a los que no trabajen para la gloria y fortuna de la élite estatal.
Es el que pasó del intento contraproducente de redistribuir la riqueza por la fuerza, al rabioso intento de destruirla acogotando sin más a la gallina de los huevos de oro.
Es el que a nivel mundial se vistió de “verde” pasando de afirmar que el capitalismo impide la distribución popular de los frutos del progreso tecnológico, a concluir que el progreso tecnológico debe ser frenado e incluso retrotraído.

Es aquel cuyo relato se deshilachó entre las cuchilladas suicidas de una mística hueca: la del imbécil sacrificio de auto condenarse al estancamiento igualitario del… “todos pobres”.

Porque los campeones progresistas que justificaron todas las canalladas que hoy degradan a nuestros hombres y mujeres no cesaron de negar -a cara de piedra- una realidad que siempre les fue adversa para refugiarse en los mitos de las democracias patrimonialistas que siguieran bancando económicamente su parasitismo intelectual -tan disolvente- en escuelas, institutos, fundaciones, universidades, reparticiones oficiales, prensa panfletaria, asesorías políticas, destinos diplomáticos, legislaturas, juzgados y otros “curros”.

Ciertamente la desmitificación, el escepticismo y la rebelión conceptual general sobre la viabilidad de nuestro sistema de poder, sobre su grado evolutivo y sobre la cuestión de a quiénes beneficia, están más que justificados. Son un verdadero deber.






No hay comentarios: