Revolución Impositiva

Julio 2016

Para que nuestra Argentina sea un país líder en el sentido más evolucionado del término, el norte social de largo aliento debería estar fundado sobre la idea base de la no-violencia.
Un ideal común a la gran mayoría de personas honestas, solidarias y bienintencionadas que no desean el daño del prójimo ni están interesadas en robar sus bienes. Personas que esperan ser respetadas del mismo modo; al menos por simple sentido común y de mutua conveniencia, de responsabilidad moral y familiar.

A tal efecto y siguiendo el razonamiento de grandes pensadores libertarios tan no-violentos como inamovibles en la defensa del derecho de la gente a la vida, la libertad y la búsqueda de su felicidad, nuestro paradigma social de largo plazo debería reorientarse evolucionando hacia la transformación gradual del gobierno en un ente descentralizado de formato cooperativo, colaborativo en la resolución de problemas comunitarios y de gestión administrativa, sin imperio coactivo ni monopolio de la fuerza.
Hasta tanto este ideal parcial se logre, el Estado seguirá siendo sinónimo de agresión -primordialmente económica- ya sea contra la mayoría electoral relativa cuanto contra las minorías, siendo la minoría más pequeña (aunque no por ello menos importante) la de un solo individuo.

La fuerza es, qué duda cabe, el derecho de las bestias. Y un orden basado en apuntar un fusil contra la espalda de los ciudadanos para que entreguen una parte sustancial de su dinero a ser administrado por el gobierno (aprox el 50 % de sus ingresos entre impuestos explícitos e implícitos, en nuestro país), no es un “buen orden” para este siglo tecnológico.
Muy por el contrario, es algo que no difiere en modalidad ni porcentaje del tributo que debían pagar los siervos de la gleba a su señor feudal en el medioevo en concepto, precisamente, de derecho territorial y protección.

Este sistema institucional de matriz violenta, fuertemente extractivo y pro-parasitario, ha sido la causa no ya de que el primer mundo no haya erradicado aún la falta de oportunidades, la pobreza y la discriminación sino de que nuestra Argentina haya retrocedido, en especial a lo largo de las últimas 7 décadas, a niveles de indigencia e incultura social propios del siglo XIX.

El gobierno de M. Macri se debate hoy en un caos de carencias esparcidas por bombas de fragmentación producto de los detonadores financieros y éticos que dejó, una vez más, la asociación ilícita peronista que lo precedió en el poder.
Avanza sobre un terreno social resbaladizo del que no saldrá sin grandes aportes de capital productivo privado que generen abundante empleo de calidad. Algo que es admitido y reclamado por el presidente y su equipo en cuanta tribuna ocupan.
Círculo virtuoso que sin embargo no se reproducirá en la escala necesaria bajo el peso de la violencia impositiva y regulatoria heredada. Algo que ni la obra pública con deuda ni la continuidad del sistema de incentivación a la demanda (inyección de dinero a provincias clientelares, a nuevos subsidios sociales para los conurbanos, a no reducción seria de planteles burocráticos, a jubilados etc. etc.) podrán reemplazar.
Porque como los manuales de economía y la mejor experiencia mundial en la materia indican, en estanflación la que debe ser incentivada no es la demanda sino la oferta: la contraparte privada que crea, trabaja… y produce los valores reales que hoy sostienen (junto con la emisión y el crédito) el modelo extractivo de Estado socialista que se hunde frente a nuestros ojos.

En el eterno “mientras tanto” que prioriza en forma excluyente la política argentina de corto plazo, puede que la solución menos cruenta consista en tomar más endeudamiento aún, al efecto de nivelar durante uno o dos años el déficit de Caja que se produciría al desmontar impuestos (y regulaciones) de manera contundente y generalizada. Vale decir: al incentivar fuertemente la oferta.

Forzar a alguien a hacer o pagar algo que de poder optar no haría o pagaría es violencia. Y los impuestos, como su nombre lo indica, son violencia. Al igual que toda regulación comercial, laboral y civil no consensuada voluntaria e individualmente entre las partes.
Igualmente obvio es que mientras permanezca cerrado a la libre competencia y opción el monopolio de cobro estatal compulsivo en servicios como justicia, defensa, seguridad, ayuda social, salud o educación pública entre otros ítems, no surgirán en estos campos las muchas alternativas voluntarias originales que la creatividad e innovación tecnológica privadas podrían hacer surgir.

No es atendible el temor a que las personas que hoy trabajan en Pami, en Aerolíneas o en una escuela estatal, por caso, se vayan a quedar sin empleo (en verdad, se estima que más de 1,5 millones de personas deberían retornar hoy, como mínimo, de lo estatal sostenido con déficit público a lo privado sostenido por sí mismo).
Lo real es que esa misma gente y mucha otra será demandada -y eventualmente capacitada- por los nuevos emprendimientos alternativos y de reconversión pública que les hagan competencia, diversificando e innovando en la oferta de servicios, mejorando su calidad y bajando los costos inherentes, en una provisión ampliada.

La no-violencia institucionalizada supone el automático respeto de las libertades personales de los ciudadanos, situación fáctica que es el imán más poderoso para las inversiones productivas.
Ese y no otro es el idioma que entiende el capital de riesgo honesto, franco, competitivo, que abunda fuera de nuestras fronteras y que está pronto a exiliarse fiscalmente hacia aquellos sitios seguros donde la “inteligencia social” logre que este respeto se manifieste en la forma más seria y explícita.

La idea-base no violenta debería ser aquello que nos distinga del resto de los países; algo que la gran mayoría declama pero incumple de los modos más flagrantes. Y cuyo cumplimiento parcial por parte de algunos otros debería servirnos de ejemplo a imitar primero y a superar después, volviendo a colocar a nuestra sociedad a mediano plazo en el top ten del bienestar. Y a largo plazo en el liderazgo mundial en los órdenes más relevantes.

A principios del siglo XX, cuando la Argentina y los Estados Unidos cumplían mejor sus Constituciones liberales y por ende crecían a pasos relativamente agigantados, el prominente juez de su Corte Suprema Oliver Wendell Holmes Jr. sentenció “los impuestos son eso que pagamos por vivir en una sociedad civilizada”. Claro que su frase célebre fue dicha cuando en el país del norte la presión impositiva total fluctuaba entre el 3 y el 5 % del PBI.
Muchos piensan que hoy es inviable bajar impuestos para volver a tasas de extracción más “sensatas” (¿existe acaso algún nivel sensato de violencia?) pero no es así.
Estonia, el “tigre báltico”, un país europeo de fulgurante crecimiento fugado de las garras del socialismo soviético, tiene 0 % de impuesto a las ganancias y aun así su presupuesto nacional va camino del superávit.
Irlanda, el “tigre celta”, tiene un régimen de baja imposición, de alrededor de 12,5 % de carga tributaria global, aunque para ciertas empresas de interés laboral están considerando bajarlo a la mitad.
Singapur, el “tigre del sudeste asiático”, también tiene tasas impositivas similares con más grandes facilidades financieras y de radicación para capitales, corporaciones e inversionistas foráneos.
Sociedades inteligentes estas (y algunas otras), que tienen clara su prioridad de bienestar social real mediante la veloz expansión de su “torta” empresarial.

Por eso es tan imperativo cambiar nuestro paradigma de sociedad estatista, temerosa “mujer golpeada” por los populismos que multiplicaron nuestra pobreza a… sociedad de alta autoestima, altos sueños y audacia revolucionaria bien entendida.
Una revolución brutalmente disruptiva y brutalmente sencilla: para que los argentinos salgamos de este estúpido fachinal económico de 70 años sólo necesitamos cumplir a rajatabla (sin óbice del resto) 3 preceptos que calan hondo en el espíritu de nuestra Constitución: derecho de propiedad y disposición, honesta libertad financiera y burocracia limitada.


Aprovechemos los errores socializantes que frenan al primer mundo; será el paso inicial de nuestro ascenso hacia el top one.






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