Libre Mercado ¿Para Qué?

Octubre 2015

Tal vez sea obvio decir que la solución más inmediata a la mayoría de los problemas argentinos pasa por dotar de poder económico real, honesto y sustentable al mayor número de ciudadanos en el menor lapso posible. O no tanto: las elecciones generales de este mes amenazan con hacer avanzar a nuestro país desde la grieta interpersonal (entre los partidarios del país de matriz productiva y los partidarios del país de matriz parásita) al siguiente nivel de ruptura social: el que va de Argentina a  Argenzuela.
Un nivel que nos acerca a un sometimiento más severo y a más pobreza; a la emigración, a la secesión o a la guerra civil.
El modelo vigente nos lleva en línea recta, desde 2003, en esa dirección. Aún con los retoques que pueda hacer con su mejor voluntad populista, esperanza, fe y optimismo el Sr. Scioli.

Al momento de escribir esta reflexión, los candidatos peronistas Massa y  Rodríguez Saa tanto como los socialistas Del Caño y Stolbizer aportan como funcionales a esta marcha estorbando la consolidación del Sr. Macri, único con alguna posibilidad de detener el desbarranque nacional causado -como en los ’50, los ’70 y los ’90- por el Justicialismo. Movimiento político portador de una responsabilidad sin atenuantes (y una prospectiva aterradora para los más necesitados), desnudada por Fernando A. Iglesias en su último e impresionante libro “Es el Peronismo, Estúpido”.

Los cuatro candidatos nombrados en primer término, por caso, siguen tan ansiosos de tropezar con la misma piedra como lo estaban sus abuelos en los ’40.  Sus eventuales construcciones sociales están destinadas a quedar otra vez truncas cuando no a caer, toda vez que insisten en asentarlas sobre cimientos de barro.
Como la tara conceptual que les impele a equiparar el poder político con el poder económico, partiendo de la base de que la producción debe tener su contrapeso en la coerción, forzando así un juego de frenos mutuos con supuesto beneficio para todos. Algo que la malvada  realidad se encarga de desmentir a diario.

En los casos socialistas (Stolbizer y Del Caño) por una cuestión de orgullo y/o culpa mezclado con desactualización y en los casos peronistas (Scioli, Massa y Rodríguez Saa) por una cuestión de conveniencia oportunista de casta, lo cierto es que todos se niegan a asumir en profundidad el hecho de que el poder económico es ejercido por medios positivos (morales, éticos) al ofrecer a todos los participantes el incentivo de una recompensa, valor o pago voluntario si satisfacen a la sociedad con aquello que ofrecen, toda vez que se permite la libre competencia sin actores privilegiados. Mientras que el poder político es ejercido por medios negativos (inmorales, antiéticos por violentadores de quienes no han violentado previamente a nadie) al basar su razón de ser en exacciones bajo amenaza de castigo, daño y destrucción aplicadas en forma monopólica, así como en el otorgamiento de privilegios.

Debería estar claro para todo ciudadano, además, que la así llamada “competencia” por el poder político no es sino la opción entre dos o más variantes de forzamiento (opción entre males) mientras que la competencia comercial que posibilita el poder económico se define como la opción entre bienes, en un marco legal no coercitivo.

Vale decir, se trata de poderes que no son del mismo orden ni pueden ser equiparados como proveedores de bienestar ya que uno opera mediante valores ofrecidos y el otro mediante miedos impuestos.
La autoridad moral (y práctica) de un emprendedor creativo liberado de sus cadenas en relación al beneficio comunitario de su acción es incomparablemente superior a la de un burócrata, que no crea nada.
Ningún coaccionador debe tener autoridad sobre un productor que haya quedado sujeto al control popular del libre mercado. Punto.
Al menos si no queremos seguir internándonos en el fangal de mentiras, pobrezas y decadencia en el que millones de votos poco reflexivos nos metieron.
¿Por qué se aplican frenos y sobrecargas a personas dispuestas a arriesgar lo suyo, trabajar duramente y crear bienes generando empleos y oportunidades antes inexistentes?
Tal vez por esos cada vez más frecuentes aguijonazos de barbarie, como resentimiento de enano, que florecen en las familias argentinas al ritmo “tumbero” del clientelismo y sus ni ni.
Ya fracasamos colectivamente intentando privilegiar, entre otras, a una casta de industriales incompetentes, eternos talleres protegidos que lucraron alegremente durante décadas. Bancados por los consumidores y por los genuinos creadores argentinos de poder económico y trabajo. Todo ello a costa del hundimiento de la nación frente a la enormidad de lo que pudo ser y frente a una pléyade de naciones a las que antes mirábamos desde arriba.

Por forzar contra natura un menos efectivo uso del capital, accedimos a un nivel de bienestar general mucho menor al que de otro modo hubiésemos conseguido. Es eso y no el odiado respeto al derecho de propiedad y la denostada búsqueda de la propia felicidad lo que ha determinado los espantosos índices de desigualdad y podredumbre moral que padecemos.

Señoras: entre los gritos del aquelarre argentino del sálvese quien pueda, una notable mayoría sigue rechazando el libre mercado a pesar de que sus problemas, entre ellos el pavoroso déficit educativo,  fueron creados por gobiernos que se dedicaron a bloquearlo.
Clave maestra, si las hay, para encarar con la ayuda de valores más evolucionados la reconstrucción de nuestra república.
Nótese que la totalitaria Cuba tiene una sociedad “educada” y aún así sus ingenieros manejan taxis de los ’50, haciendo patente que sin mercado libre la educación tampoco sirve.
Hoy está claro: como bien dijo Mariano Yela (filósofo y psicólogo español 1921-1994) “Educar es liberar. Sólo educa el que libera. Pero a su vez, liberar es educar. Sólo libera el que educa”.

Señores: ¿Podremos evitar nuestro jueguito cuatrienal de ruleta rusa?

Todo indica que, esta vez, la bala quedó situada frente al percutor.







Darse Cuenta

Octubre 2015

En ocasiones la conveniencia política y las verdades esenciales que buscamos están tan cerca, tan encima de nosotros que no atinamos a verlas.

Una de las causas, sino la principal, de que la pobreza, la exclusión y sus resentimientos autodestructivos no hayan remitido en la medida en que podrían haberlo hecho a esta altura de la historia estriba en un “error” de enfoque.
Un reduccionismo que cometen sociólogos, políticos y economistas cuando analizan las situaciones a mejorar, enfocados en “la sociedad”.
Buscando dilucidar e intervenir sobre complejas interacciones de grupos cuyos sujetos constitutivos no han sido previamente definidos, identificados ni comprendidos con la debida precisión.

Como si un productor agropecuario se enfocase sólo en conseguir créditos bancarios para volcar sobre “el campo” a fin de cubrir su desbalance sin un estudio previo y pormenorizado de factores productivos individuales tales como el trigo, las vacas, la pastura consociada, los silos, las ovejas, las malezas, el maíz, los caminos internos, los novillos, las raciones, los híbridos de soja, las aguadas, los tractores y maquinarias, los entornos climáticos y de suelos… con más la interacción dinámica de todos ellos (y de muchos otros a decir verdad).

La mujer, el niño, el hombre no es “aquello que se ajusta a nuestras ecuaciones” sino la realidad de fondo a la que hay que adaptarse. Una realidad individual sagrada, anterior e inviolable en su libre albedrío responsable. Una realidad que da sentido, condiciona y permite (o no) voluntariamente, luego, todo lo demás. Constitución, Estado y gobierno incluidos.
Un sitio mental donde lo civilizado, claro, es la aceptación plena del orden de los derechos individuales, que conlleva la renuncia básica al uso de la fuerza contra quienes no la han iniciado. Lo demás es basura atávica de la que -antes o después- deberemos deshacernos.

Por razones de corte mafioso que nada tienen que ver con la conveniencia de la mayoría ni con verdades éticas esenciales, los campeones de la planificación estatal procuran alejarse de la genialidad liberal de poner a la persona y sus derechos –sus libertades- como eje central de la política; como lo que hay que proteger y fomentar a ultranza; como la potencia creadora de una riqueza a escala superior. Algo que nadie que tenga dos dedos de honestidad intelectual se atrevería hoy a desmentir.

Definir, comprender e identificar los “factores individuales” de un sistema que genere elevación social a gran escala implica asumir la verdadera naturaleza humana, poniendo en su sitio la ilusa  obnubilación por la naturaleza que se quisiera tener y no se tiene (por el “hombre nuevo” de los socialistas, por el “hombre altruista” de los místicos o por el “homo ladri-impune” de los populistas).
Implica aceptar con realismo que por encima del noble apego humano a la bondad solidaria está su innato afán de superación personal, lucro laboral, bienestar material y seguridad sustentable para su propia familia.

La genialidad económica no está en usar a media máquina ese afán innato, esa fuente de energía inagotable encadenándola con regulaciones y sobrecargas desestimulantes sino en usarla en todo su magnífico potencial.
Y la genialidad del político que quiera pasar al bronce de los grandes estadistas estará en hacer ver y asumir (a todos, sin excepción) que el horror de la carencia de bienestar y su increíble lucro cesante social son lo que tenemos hoy y aquí, no lo que podría sobrevenir en caso de pasar a confiar en nuestra gente, liberándola.

La interacción dinámica a todo orden de estos “factores individuales” (las personas) en libertad de vivir, planear, acordar y construir sin cortapisas en el marco de una sociedad moderna es materia que escapa hasta al planificador más capaz; hasta a la tecnología de controles más avanzada.
Y está muy bien que así sea pues más allá del breve contrato social básico de nuestros preceptos constitucionales es en el pueblo llano individualmente considerado en quien debe residir el poder, no en algunos burócratas corruptos elegidos bajo escasa libertad de opción real y mediante procedimientos amañados.

En perfecto acuerdo con las más luminosas enseñanzas de la Iglesia, debemos ser conscientes de que cada mujer, niño y hombre es un fin en sí mismo que jamás podrá considerarse como parte amorfa de un “paquete” (la sociedad o una “tribu” dentro de ella, como grupo de presión determinado).
Paquete que los sociólogos, políticos y economistas del ejemplo coinciden en proponer hoy como el ámbito donde cada uno considere a su prójimo como medio sacrificable para sus fines y muy en especial a los fines del paquete como un todo.

Desde luego, las personas son lo único que cuenta siendo la sociedad la simple suma aritmética de quienes la componen; nunca un ente concreto con albedrío ni responsabilidad propia.

La verdad está tan cerca que no atinamos a verla. Tal vez a la sola distancia de un voto. Del voto de ese individuo que tras 32 años de elegir populistas cayó en cuenta de que sólo un tercio de la población activa está en el sector privado formal, que 11 millones de compatriotas siguen sufriendo en villas y viviendas precarias, que el Estado ocupa más del 50 % de la economía y que para sostenerlo es necesario aplicar cada día más violencia fiscal y regulatoria, engendradora de más pobreza.

Darse cuenta de estas cosas es dar un paso en la dirección correcta; la de saber de qué estamos hablando.
Como marcó el notable comediante y conductor televisivo norteamericano Penn Jillette, cuando dijo “la democracia sin el respeto de los derechos individuales, apesta. Es la patota del patio escolar contra el chico raro. El hecho de que la mayoría piense que sabe una manera de conseguir algo bueno, no le da derecho a usar la fuerza contra la minoría que no quiere pagar por ello. Y si debés recurrir a una pistola, entonces no tenés idea de lo que estás hablando”.