Anticipándonos

Noviembre 2015

Dejemos de lado por unos minutos lo urgente y permitámonos levantar la mirada, repensando algunos temas de fondo.

Considerando, por ejemplo, qué tan arrinconada ha quedado nuestra sociedad por algunas creencias estúpidas, jurásicas, como la de que los precios están mayormente determinados por los costos físicos de producción, la de que el sistema de elecciones personales (el mercado, en toda su extraordinaria complejidad) puede ser manipulado desde el Estado en beneficio de los más necesitados o la de colocar a la gente que nos gobierna en un estándar intelectual y ético superior, creyendo seriamente en su “vocación desinteresada de servicio”.

Supersticiones que no son exclusivas de argentinos lumpenizados; obligados por generaciones a someterse a la picadora cerebral y de adoctrinamiento cretinizador de las escuelas públicas.
También lo son de muchos individuos educados, pudientes y hasta cierto punto ilustrados. No así de personas evolucionadas.

Estupideces de este tipo sólo produjeron pérdidas netas de “valor social” tanto financieras cuanto productivas; tanto cuantitativas como creativas que lenta pero fatalmente se expandieron en círculos concéntricos por la economía nacional, como ondas en el agua. Olas que terminaron llegando a las orillas de la indigencia, el “paco” y la malnutrición, visibles como nunca al cabo de estos últimos doce años en el impresionante, descorazonador crecimiento (en número y tamaño) de los asentamientos “de emergencia” o villas miseria en las márgenes de todas nuestras grandes ciudades.

Vivimos –y esto es muy grave- arrinconados por la costumbre de que cada consecuencia desastrosa de la intervención gubernamental contra las decisiones de la gente (contra el mercado) sea usada como justificativo para nuevos y más imaginativos palos en la rueda a las libertades de acción creativa de la sociedad.
Recordándonos que en lo esencial, el propósito del controlador estatal es impedir; no crear. Impuestos y regulaciones (siempre crecientes) básicamente frenan, no aceleran el ahorro, la innovación, la inversión, la creación de nueva riqueza y de oportunidades reales para la gente común.

El fracaso de las mayorías en entender esto no es una tara exclusiva de la Argentina: constituye en sí uno de los hechos más notables de la Historia. Y la explicación más directa de porqué a esta altura del tecnológico siglo XXI cientos de millones de oprimidos en todo el mundo siguen sufriendo pobreza, ignorancia y exclusión.

Lo cierto es que no tenemos porqué seguir esta receta ruinosa. No es obligatoria ni ineluctable. Es sólo un mito, orquestado por las castas opresoras (hoy a la intemperie, unidas tras la candidatura de D. Scioli) que de él se benefician.
La decisión de reconvertirnos en una superpotencia futurista implicaría, justamente, tirarla al tacho de las recetas perniciosas y de las creencias inservibles… antes que otras sociedades.
Puede que el cachetazo del actual, monumental fracaso peronista a todo orden sea el shock que despierte las energías (y genialidades) dormidas de nuestro pueblo.

La receta contraria a la pobreza es la abundancia. Y la experiencia práctica, el sentido común, los economistas de vanguardia y hasta los ambientalistas más evolucionados nos aseguran que para poner al alcance de la totalidad de las personas bienes hoy estúpidamente “limitados” (todo lo que es deseado y existe, como los mejores servicios de salud, los inmuebles, la educación de excelencia, la más efectiva solidaridad, los esparcimientos, las tecnologías de abaratamiento y abundancia sustentable etc. etc.) hay que pasarlos al área de la propiedad privada, haciéndola funcionar en un mercado abierto, libre, competitivo y sin sectores privilegiados.

Resulta coherente a esta verdad, observar cómo colectivistas que nos proponen el sacrificio tributario y la conformidad como forma de vida, que aborrecen la riqueza, el éxito personal, la felicidad e independencia humanas se dan la mano en nuestra Argentina 2015 con “industriales” y “empresarios” que resienten del capitalismo popular; que prefieren sostenerse sobre favores obtenidos de amistades, retornos y presiones sobre burócratas cebados antes que sobre derechos éticos y merecimientos igualitarios.
Claro está, es lo más conveniente para ambos extremos de la cadena: no tener que competir en un verdadero mercado laboral ni en un verdadero mercado comercial, donde los primeros beneficiados serían los integrantes del capítulo argentino de esos cientos de millones de oprimidos sin proyecto ni sueños de los que hablábamos más arriba.
Lo que no es de ningún modo conveniente para funcionarios y  “empresarios” e “industriales” protegidos es que el pueblo llano se sacuda esa cadena, liberándose de ellos. Haciendo tronar el escarmiento de las condenas social y judicial.

En este sentido, el cambio de gobierno que se aproxima se presenta como tiempo propicio al cambio de ciertos paradigmas.
En particular los que apunten a empezar a liberarnos de las creencias irracionales que nos hundieron durante los últimos 70 años.
A romper otra vez las cadenas (como bien clama nuestro himno); sacarse el dogal del cuello, la media de la cabeza y el trapo de la boca para caminar hacia la libertad de opciones, dejando atrás el modelo socio-fascista de tribus beligerantes: grupos de presión económicos en lucha por los favores de la nomenklatura o bien para guarecerse de sus descargas de napalm impositivo y reglamentario.

La simple verdad es que el Estado será a corto, mediano y largo plazo, siempre, nuestro enemigo; por más amables que parezcan las caras de quienes lo dirigen. Y que el precio de una relativa prosperidad social será el someterlo a perpetua vigilancia en tanto evolucionemos lo suficiente en masa crítica como para comprender que hemos estado avalando un ingenio costosísimo, innecesario y sobre todo… muy peligroso. Siempre renovado y siempre listo a repotenciar el sistema de tribus beligerantes, fuerza bruta monopólica y discrecionalidad digitada que tanto conviene a los demagogos clientelistas.

Ninguna constitución, por buena que fuera, pudo limitarlo en el tiempo a sus funciones teóricas de servicio público eficiente. Por más que fatiguemos los libros de historia, no encontraremos en los últimos 8.000 años un solo ejemplo que contradiga esto.
Algo que se verifica por una enciclopedia de razones, de las que mencionaremos una: como cualquier otra persona, el funcionario de Estado con cierto poder desea su bienestar; no ingresa al “servicio público” para vegetar, empobrecerse ni granjearse antipatías; creer otra cosa implica una ingenuidad inaceptable a esta altura. Lo que es en sí algo natural y socialmente útil. Pero ocurre que a diferencia de cualquier otra ocupación -excepto la de ladrón- la única vía de acción con la que él cuenta para satisfacer su deseo es utilizar la fuerza que tiene a su disposición restringiendo, más y más, los derechos a la propiedad y la libertad de otras personas.
No existe otra manera de hacer auto sustentable su empleo e incrementar su ingreso. Una nefasta desigualdad con el resto de los mortales que se mantiene debido a la dificultad de un cálculo costo-beneficio comunitario imparcial de su productividad como frenador. La que en verdad es negativa.

Lo que facilita que la parte más ignorante o cínica de la población consienta en avalar despojos y atropellos pseudo-legales, camuflados bajo palabras previamente sacralizadas desde la currícula educativa tales como “razón de Estado”, “justicia distributiva”, “soberanía económica” y otros infantilismos tóxicos para la salud económica de todos.

Anticipémonos, como en su momento lo hizo la generación del ’80. Subamos la apuesta. Realineemos con mayor fineza nuestro norte intelectual. Y sigamos plantando las semillas de una nueva Argentina, rica sin complejos, poderosa, abierta, ética e inclusiva en serio.







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