Octubre
2015
En
ocasiones la conveniencia política y las verdades esenciales que buscamos están
tan cerca, tan encima de nosotros que no atinamos a verlas.
Una
de las causas, sino la principal, de que la pobreza, la exclusión y sus
resentimientos autodestructivos no hayan remitido en la medida en que podrían
haberlo hecho a esta altura de la historia estriba en un “error” de enfoque.
Un
reduccionismo que cometen sociólogos, políticos y economistas cuando analizan
las situaciones a mejorar, enfocados en “la sociedad”.
Buscando
dilucidar e intervenir sobre complejas interacciones de grupos cuyos sujetos
constitutivos no han sido previamente definidos, identificados ni comprendidos
con la debida precisión.
Como
si un productor agropecuario se enfocase sólo en conseguir créditos bancarios para
volcar sobre “el campo” a fin de cubrir su desbalance sin un estudio previo y
pormenorizado de factores productivos individuales tales como el trigo, las vacas,
la pastura consociada, los silos, las ovejas, las malezas, el maíz, los caminos
internos, los novillos, las raciones, los híbridos de soja, las aguadas, los
tractores y maquinarias, los entornos climáticos y de suelos… con más la
interacción dinámica de todos ellos (y de muchos otros a decir verdad).
La
mujer, el niño, el hombre no es “aquello que se ajusta a nuestras ecuaciones”
sino la realidad de fondo a la que
hay que adaptarse. Una realidad individual sagrada, anterior e inviolable en su
libre albedrío responsable. Una realidad que da sentido, condiciona y permite (o
no) voluntariamente, luego, todo lo
demás. Constitución, Estado y gobierno incluidos.
Un
sitio mental donde lo civilizado, claro, es la aceptación plena del orden de
los derechos individuales, que conlleva la renuncia básica al uso de la fuerza
contra quienes no la han iniciado. Lo demás es basura atávica de la que -antes
o después- deberemos deshacernos.
Por
razones de corte mafioso que nada tienen que ver con la conveniencia de la
mayoría ni con verdades éticas esenciales, los campeones de la planificación
estatal procuran alejarse de la genialidad liberal de poner a la persona y sus
derechos –sus libertades- como eje central de la política; como lo que hay que
proteger y fomentar a ultranza; como la potencia creadora de una riqueza a
escala superior. Algo que nadie que tenga dos dedos de honestidad intelectual
se atrevería hoy a desmentir.
Definir,
comprender e identificar los “factores individuales” de un sistema que genere
elevación social a gran escala implica asumir
la verdadera naturaleza humana, poniendo en su sitio la ilusa obnubilación por la naturaleza que se quisiera
tener y no se tiene (por el “hombre nuevo” de los socialistas, por el “hombre
altruista” de los místicos o por el “homo ladri-impune” de los populistas).
Implica
aceptar con realismo que por encima del noble apego humano a la bondad
solidaria está su innato afán de superación personal, lucro laboral, bienestar
material y seguridad sustentable para su propia familia.
La
genialidad económica no está en usar a media máquina ese afán innato, esa
fuente de energía inagotable encadenándola con regulaciones y sobrecargas
desestimulantes sino en usarla en todo su magnífico potencial.
Y
la genialidad del político que quiera pasar al bronce de los grandes estadistas
estará en hacer ver y asumir (a todos, sin excepción) que el horror de la
carencia de bienestar y su increíble lucro cesante social son lo que tenemos hoy y aquí, no lo que podría sobrevenir en caso
de pasar a confiar en nuestra gente, liberándola.
La
interacción dinámica a todo orden de estos “factores individuales” (las
personas) en libertad de vivir, planear, acordar y construir sin cortapisas en
el marco de una sociedad moderna es materia que escapa hasta al planificador
más capaz; hasta a la tecnología de controles más avanzada.
Y
está muy bien que así sea pues más allá del breve contrato social básico de
nuestros preceptos constitucionales es en el pueblo llano individualmente
considerado en quien debe residir el poder, no en algunos burócratas corruptos
elegidos bajo escasa libertad de opción real y mediante procedimientos
amañados.
En
perfecto acuerdo con las más luminosas enseñanzas de la Iglesia, debemos ser
conscientes de que cada mujer, niño y hombre es un fin en sí mismo que jamás
podrá considerarse como parte amorfa de un “paquete” (la sociedad o una “tribu”
dentro de ella, como grupo de presión determinado).
Paquete
que los sociólogos, políticos y economistas del ejemplo coinciden en proponer hoy
como el ámbito donde cada uno considere a su prójimo como medio sacrificable
para sus fines y muy en especial a los fines del paquete como un todo.
Desde
luego, las personas son lo único que cuenta siendo la sociedad la simple suma
aritmética de quienes la componen; nunca un ente concreto con albedrío ni
responsabilidad propia.
La
verdad está tan cerca que no atinamos a verla. Tal vez a la sola distancia de
un voto. Del voto de ese individuo que tras 32 años de elegir populistas cayó
en cuenta de que sólo un tercio de la población activa está en el sector
privado formal, que 11 millones de compatriotas siguen sufriendo en villas y
viviendas precarias, que el Estado ocupa más del 50 % de la economía y que para
sostenerlo es necesario aplicar cada día más violencia fiscal y regulatoria,
engendradora de más pobreza.
Darse cuenta de estas cosas es dar un paso en
la dirección correcta; la de saber de qué estamos hablando.
Como marcó el notable comediante y conductor
televisivo norteamericano Penn Jillette, cuando dijo “la
democracia sin el respeto de los derechos individuales, apesta. Es la patota
del patio escolar contra el chico raro. El hecho de que la mayoría piense que
sabe una manera de conseguir algo bueno, no le da derecho a usar la fuerza
contra la minoría que no quiere pagar por ello. Y si debés recurrir a una
pistola, entonces no tenés idea de lo que estás hablando”.
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