La Solución

Enero 2015

Los argentinos enfrentamos un cúmulo de problemas morales, económicos y educativos. Enfrentamos dilemas que dejan perplejos a nuestros gobernantes, uno tras otro desde hace muchas décadas, y al ejército de funcionarios y legisladores que luchan por darles solución con el dictado de leyes y reglamentaciones, subsidios e impuestos, prohibiciones y amenazas. Y con todo un fárrago de complejas intervenciones directas e indirectas, personalizadas o generales, sumadas a contra-intervenciones para solucionar nuevos problemas antes inexistentes, creados a partir de sus correcciones.
Una larga secuencia de tiros en el pie avalada por el voto de mayorías, que nos condujo a la decadencia. Es decir, a perfeccionar el blindaje de la inequidad social y de la falta de oportunidades.

Un gran nudo gordiano. Mas uno que se desataría en poco tiempo si nos diésemos la oportunidad de un nuevo baño de fe: aquel que nos asegura que el concepto de propiedad es y debe ser total. Porque el dueño de nuestros bienes no es el Estado, la sociedad ni el país sino cada uno de nosotros.

Nuestro salario, nuestra casa, nuestro comercio, nuestro auto, nuestro terreno, nuestros ahorros y rentas o nuestra herencia son cosas absolutamente nuestras, no del gobierno. No estamos usando una propiedad del Estado -aunque lo parezca- en estos y otros ejemplos de titularidad ni estamos disfrutando de algo pasible de ser reducido o arrebatado si no pagamos el alquiler (los impuestos), aunque así esté ocurriendo en la práctica.
En verdad la gente encaramada en el gobierno no posee los títulos, los conocimientos ni las virtudes necesarias para siquiera pretender la potestad de quitarnos o darnos “permiso” de poseer y administrar algo que, claramente, no es suyo; que no creó, no compró, recibió ni ganó. ¿Quiénes son estos servidores infieles para darnos “permiso” de propiedad limitada sobre lo que nos pertenece, y ello siempre y cuando cumplamos sus amañadas normas legales? Nadie firmó un contrato semejante ni está obligado por tanto a respetarlo, más allá de que todo argumento racional caiga frente las armas extorsivas de la Bestia. Y de que sigamos trabajando con el objeto de contribuir al poderío de amos… con los que disentimos visceralmente.

Tal vez deberíamos ir más allá de preguntas tan obvias como por qué debemos pagar regularmente la “patente” (un impuesto) de nuestro vehículo, recomprando cada vez el derecho a que siga siendo nuestro, si ya pagamos elevados tributos directos e indirectos (¿el 50 % de su valor total?) cuando lo adquirimos. O que debamos seguir pagándolos si pretendemos usarlo, al vernos forzados a comprar  combustibles sobrecargados de impuestos (¿el 70 % de su valor final?).  
Tal vez sea tiempo de cuestionarnos acerca de lo esencial.

El tiempo, señores, es lo más importante que tenemos. Es más: es lo único que tenemos aquí, y viene con fecha de vencimiento.
Lo que el Estado nos quita con sus imposiciones forzadas es tiempo. Precioso tiempo de vida; horas, días y meses extraídos; restados cada año a nuestros planes personales y familiares. Succionados como a través de los colmillos de un vampiro que nos adormece en la fábula de un Estado que nos “protege” cubriéndonos con su manto, haciéndonos entregarle ese, nuestro tiempo en trabajo productivo (cuyo resultado monetario transferimos al fisco).
Todos. Aún los obreros no calificados o los que trabajan en negro. Aún los pensionados, los incapacitados y quienes no trabajan pero consumen, mucho o poco, para vivir. Porque ese tributo -tan propio de esclavos- a la autoridad política, está en todo. Y todo lo encarece por vasos comunicantes hasta niveles insospechados.
En Argentina, eso cuesta hoy a cada ciudadano 6 meses por año promedio de trabajos forzados. La mitad de su vida útil. Uno de los índices más altos del mundo y un pavoroso freno a la productividad potencial de nuestra sociedad.

¿Qué tan enérgico debe ser el cachetazo que nos despierte?  No lo sabemos. Pero sí sabemos que la propiedad es lo único que compra y garantiza la verdadera protección de nuestro pueblo y ese tiempo vital de bienestar.
La propiedad total de las ganancias, bienes o haberes obtenidos por derecha, sin agresión ni fraude de por medio. Y la libertad de disponer de ello como mejor le parezca a cada argentino.

Cualquier economista que merezca el nombre de tal sabe que esa es la manera de maximizar intenciones de inversión y por ende, de promover la creación masiva (y rápida) de empleos de calidad.
Y sabe que se trata de una “ley de hierro” de resultados directamente proporcionales: a menos impuestos (a mayor respeto al derecho de propiedad), más prosperidad general bajo la forma de nuevos negocios y más trabajo productivo. Un círculo virtuoso moral de no-violencia, además, donde las inversiones y el bienestar tenderán a infinito en la misma medida en que la exacción (el terrorismo de Estado fiscal) tienda a cero.
Un bienestar que incluiría la elevación cultural y ética de la población al colocar dinero genuino en sus bolsillos permitiéndoles, por vez primera, optar.
Optar por una mejor educación y otros servicios vitales, a todo nivel. Optar por mucho mejores posibilidades de progreso para sus hijos de los que “ofrece” el corrupto monopolio estatal.
U optar por ser aún más solidarios de lo que hasta aquí han demostrado ser con quienes, a pesar de todo, queden fuera de este esquema. Porque tendrían con qué serlo.

La solución, entonces, es hacer visible (con un agudo bombardeo mediático de saturación, por caso) este razonamiento básico y otros en la misma línea didáctica, para la totalidad de los más de 30 millones de votantes habilitados para las elecciones presidenciales de Octubre próximo.

Y seguir haciéndolo por décadas, desde el jardín de infantes en más.






Más Allá del Estado

Enero 2015

Existe la creencia general de que no hay vida civilizada más allá del Estado. La pseudo certeza intuitiva, largo adoctrinamiento socialista mediante, de que la opción de hierro que enfrenta toda sociedad es Estado o Caos.

Antes bien, es altamente probable que el socialismo genérico que impera hoy como mito mayoritario sea en verdad una de esas plagas con las que en forma recurrente Dios castiga la estupidez humana.
Y es más que altamente probable que el ejército de vagos y vivillos habitualmente alineado con estas mayorías esté más que interesado en mantener viva esta creencia: de ella depende su vida de ventajas entre los pliegues de la oligarquía política, la corrupción endémica, el capitalismo de amigos, los subsidios vitalicios y en general el empleo vacuo de todos los que sin producir nada se arrogan el derecho de dictar cátedra, regular, controlar y sobre todo de cobrar por la fuerza… al menguante número de quienes se esfuerzan en producir algo.

Sin embargo, más allá del Estado, de su tenaz lavadora de cerebros y de sus apelaciones al terror no imperan la bestialidad y el caos sino, en verdad, la justicia y la abundancia. Es decir, la libertad y felicidad del mayor número (o al menos, las precondiciones cuasi ideales para su consecución).

Valga un ejemplo; uno de los tantos mitos del polvoriento credo estatista y a su vez una de las mayores fuentes del desasosiego argentino: la seguridad pública.
Porque como en cualquier otro sector del mercado cuando es liberado de trabas, también en este la acción fluiría de manera casi automática hacia un equilibrio de máxima productividad y orden.
Dejando una vez más en evidencia (como en toda necesidad social, casi sin excepción) que la intervención del gobierno equivale a adulterar con agua el combustible de un motor en marcha.

Hablamos de un futuro posible, real y abierto desde luego a la libre elección de todos los argentinos, conducente al gradual reemplazo de la seguridad estatal por seguridad privada.
Con una correlativa disminución de impuestos (empezando por los que tanto encarecen los artículos de consumo popular) hasta el monto que el presupuesto nacional haya asignado a este ítem y a sus colaterales.
La actual estructura policial, por caso, sería gradualmente absorbida por agencias de seguridad privadas que en el marco de un mercado desregulado procederían a descentralizarla y potenciarla para proveer (con menor costo, muchísima mayor eficiencia y tecnología) a todas las necesidades de la población en la materia.
En la inteligencia de que poner a rodar una sociedad económicamente libre y competitiva, haría que producción, empleo y salarios se disparasen hacia arriba en tanto regulaciones e impuestos lo hiciesen hacia abajo. Dando así posibilidad real a casi toda la población de optar en el pago de este y otros servicios hoy monopólicos y estatizados.

¿Utopía imposible? Ciertamente la corporación política y su legión de vividores nunca cederían este resorte de manera voluntaria. Únicamente lo haría un gobierno libertario electo o bien algún otro, en forma no voluntaria bajo la fuerte presión popular de una suerte de “primavera argentina”, donde rodasen cabezas y bolsos.
Veamos entretanto, a manera ilustrativa, algunas diferencias entre el actual ordenamiento y lo que implicaría un sistema privado de seguridad pública.

Si pudiésemos optar (y podemos) empezaríamos por asumir que “contratar” al gobierno para que nos defienda significa contratar a un monopolio coactivo armado; inmenso, además (porque eso es el Estado). Y que por el sólo hecho de aceptar esta relación, aceptamos en la práctica quedar indefensos  frente al “defensor”.
En nuestra realidad, la policía existe para proteger al gobierno. La poca protección que brinda a la ciudadanía contra los delincuentes es con el fin de mantener el mínimo de tranquilidad social que permita a los gobernantes mantenerse en sus posiciones de privilegio. Una función que cumple muy bien.
Además y como es pagada por el fisco, esta policía tampoco protege al pueblo contra las numerosas tropelías agresivas de su gobierno, incluyendo la violación de derechos y delitos comunes como abuso (deuda), fraude (inflación) o simple robo bajo amenaza (impuestos).

Como contrapartida, tenemos que la única y exclusiva función de una agencia de seguridad privada (en competencia con otras agencias) es la de proteger a sus clientes de toda agresión. Y que si no cumple a satisfacción este, su cometido, en poco tiempo quedará excluida del negocio.
A diferencia de la policía estatal, al no tener el monopolio coercitivo de la fuerza, no podría coaccionarnos para que sigamos pagando. Los ciudadanos seríamos libres de optar y por tanto, de mandarla a la quiebra, hacerla desaparecer y reemplazarla por otra que sirva.

Para estas agencias, la prevención del delito sería mucho más rentable que la captura y encarcelamiento de los delincuentes una vez cometida la agresión.  Castigo que es objeto y prioridad en el actual sistema estatal: un sistema sin fines aparentes de lucro, para el que la prevención no reporta demasiadas ventajas.
Este énfasis en la prevención con tolerancia cero por parte de la agencia privada se manifestaría en el desarrollo de nuevos y más eficaces dispositivos de protección e investigación que la mantengan por delante no sólo del delito sino de las agencias competidoras. Más vigilancia, inteligencia y equipos innovadores para evitar en lo posible el costo de reparación del daño una vez causado, incluyendo los de rastreo y juzgamiento del agresor. O asesorando sin costo a los clientes que lo soliciten en el uso de armas y técnicas defensivas de avanzada. Vale decir, el afán natural de lucro trabajando en favor de los honestos.

En una sociedad con tendencia aperturista y no discriminante, por otra parte, crecería en forma sostenida la participación de las compañías de seguros, las que previsiblemente ampliarían su rango de acción en varios campos, uno de los cuales podría ser el de incorporar o asociar una agencia de seguridad.
De este modo, la aseguradora podría encargarse no sólo de los clásicos seguros de vida y accidentes sino de los problemas derivados de la restitución y/o compensación de las pérdidas a través del manejo de la seguridad antes descripta. Y de establecimientos autofinanciados de detención y/o negociación de las deudas eventualmente contraídas por los agresores para con sus clientes.

Se iría pasando así de una justicia punitiva, de “delitos contra la sociedad” a una justicia restitutiva o reparativa, de “delitos contra el individuo”, con una cada vez mayor participación de cortes privadas de arbitraje y mediación.
Posibilidades todas bien estudiadas por brillantes teóricos libertarios de la no-violencia, cuyo desarrollo exigiría mucho más espacio del destinado a este breve artículo de divulgación. Como son los casos de defensa externa, servicios de inteligencia o reinserción social y manejo laboral de la deuda de los detenidos, entre otros.

Finalmente, es obvio para quien quiera verlo que la policía de un Estado intervencionista como el nuestro en realidad fomenta el delito ya que al forzar el cumplimiento de “leyes” invasivas que expolian al pueblo y le prohíben comerciar libremente (e incluso le impiden defenderse), colabora en la creación de un corset social que lubrica enérgicamente la acción de la delincuencia y de numerosas tendencias antisociales que sin llegar a la agresión, entorpecen a diario nuestra convivencia y minimizan las posibilidades de búsqueda de la felicidad.