Los Señores de la Política

Julio 2013

Las encuestas de opinión que asignan al precandidato Sergio Massa una impactante cuota de favor público, ponen de relieve las graves fallas de base que afectan a nuestra democracia.
Iluminan la verdadera faz de un sistema infantilizante (sin debate real de ideas) diseñado para elevar caudillos paternalistas sin fin.
Todo lo que en tiempos de la organización nacional se ideó para proteger a las minorías del atropello y el expolio ve confirmada una vez más, por si hacía falta, su inviabilidad en la práctica actual.

El Sr. Massa es, desde luego, un kirchnerista de la primera hora y colaboracionista destacado en esta década infame, como integrante cabal del gobierno más corrupto y fiscalista de nuestra historia.
No deberíamos llamarnos a engaño: en el peor de los escenarios probables será un mero continuador en nuestro descenso hacia Argenzuela y en el mejor, un nuevo y simpático “iluminado” que hará (como de costumbre) todo aquello que no dijo que iba a hacer, sin salirse del clásico formato de negocios justicialista. A saber: corrupción, nepotismo, lobby empresario-sindical anti competencia, parches dirigistas sobre nuevos formatos estatistas, violencia impositiva, legislativa y mediática hacia adentro, aislamiento con victimización hacia afuera y (lo más importante para la decadencia sustentable) renovados relatos con pan y circo clientelista.
Con el agravante de que (omertá y/o “carpetas” mediante) el hombre garantizará impunidad y goce de fortunas malhabidas al elenco de traidores a la república y demás ladrones salientes que hoy se encuentran en turno de comando.

Hechos todos de una progresión previsible dentro del modelo democrático en curso, que a nadie deberían sorprender. Su hoja de ruta, por otra parte, es conmovedoramente simple: esclavizarnos por otra década para enriquecer a la siguiente banda.

El problema de fondo es, claro, el deseo de la mayoría de la gente de querer ser esclava… empujándonos a todos al arrodillamiento.
Es la cobardía, el miedo a ponerse de pié y plantarse frente al amo. A darle unas buenas pateaduras y quitarle el látigo para después hacerle pagar todas las humillaciones nacionales, trabajos forzados,  pobrezas y saqueos soportados.
Lo que Argentina hoy necesita es reemplazar esas dudas y temores por valentía; por quite de colaboración con desobediencia civil para cambiar la historia, como hicieron Belgrano, San Martín, Güemes o la misma Juana Azurduy, aunque en clave gandhiana.

Porque el gran vampiro, el gran amo oscuro es el mismo Estado, más allá de los “padrecitos” políticos trepados a su torreta artillada.
Ese Estado que nos condicionó desde la infancia para que lo viéramos como una institución salvadora y necesaria cuando en realidad es el resultado neto del sometimiento de las personas a su violencia. Una banda mafiosa con la que nadie firmó contrato alguno, que practica sobre pobres y ricos la extorsión más brutal a cambio de “protección”.
Una organización básicamente parasitaria que trata de convencernos de que es “legítimo” que sus integrantes vivan su confort a nuestra costa, nos guste o no. De que es “legal” y normal que nos desplume con sus impuestos, que nos abrume con su burocracia, que nos mate con su ineficiencia policial y que se burle de nuestra honradez, controlando y condicionando cada aspecto de nuestra forma de vida.

Siendo por demás evidente a esta altura, que la selección de sus integrantes por la simple fuerza bruta del número clientelizado, asegura que sólo personas muy peligrosas y sin frenos morales puedan llegar a la cima. Rara vez la gente buena o inofensiva.
Sus integrantes gozan, por añadidura, de una justicia especial heredada de las viejas prerrogativas del Rey (el “derecho público”), asegurando que la discrecionalidad de facto del gobierno sea garantía de riqueza también para multitud de oportunistas, pseudo-sindicalistas, empresarios cortesanos y vividores de toda calaña.
Traducido: todo lo que el Estado posee, hasta el último peso de su presupuesto multimillonario, es conseguido a través del robo. Jamás mediante intercambios voluntarios como el resto de nosotros.

Nuestro enemigo (y el de toda la humanidad) es ese Estado saqueador, depredador, rapaz y bestial que defeca a diario sobre nuestros derechos a la prosperidad y los de nuestros hijos.
Motor de un bien aceitado sistema de crimen social e injusticias, de delincuencia y opresión, que debemos combatir en nuestras plazas, en nuestras calles y en nuestras casas en toda forma pacífica imaginable y usando toda oportunidad de rebelión posible.

 La existencia de este leviatán se basa, en definitiva, en un solo argumento: la población es numerosa y los recursos a repartir, escasos. Abierta la posibilidad de conflictos ¿qué mejor que un Estado ecuánime garantizando la paz social; decidiendo en última instancia quien tiene razón en cada conflicto?
Falacia ingenua que cae tras advertir que es esa misma justicia monopólica y oficial (uno de sus 3 poderes) quien decidirá sobre los desacuerdos que (a través de sus legislaciones) involucran al mismo Estado. Ocurriendo en la práctica que el propio Estado provoque innúmeros conflictos de coacción reglamentaria para luego “resolverlos”, desde luego, en favor de su propio statu quo. Y como casi todo conflicto tiene su origen en el intervencionismo, se trata de una receta pensada para aumentar sine die su poder y peso.

Los honestos y mansos deberían acelerar la historia doblando la apuesta kirchnerista: apuntando a “democratizar” no ya la Justicia sino la entera democracia populista, finalmente entendida en este siglo XXI como… la estafa más grande de todos los tiempos.
Ya que por más maquinaria artillada que tengan, de última todo depende de la actitud de obediencia servil o no de cada gobernado. De su deseo o de su rechazo por una ruinosa “seguridad”: la de ser (por siempre) otro siervo, respetuoso de los oscuros Señores de la Política y de su sacro monopolio triturador de libre albedríos.

No será hoy ni mañana pero es con este norte revolucionario en mente que cada votante debería orientar apoyos hacia quien mejor represente su más profunda rebeldía a ser usado como medio, al servicio de acciones que le repugnan.
Para ser un día (no tan lejano) respetado como fin individual en sí mismo, anterior, más valioso y absolutamente superior al Estado.



Más Bases para el Repudio

Julio 2013

Lo que en la actualidad se entiende por “justicia distributiva” es solo el reverso de la moneda en cuya cara anterior se encuentra la “justicia retributiva”.
Para la mayoría que gusta mirar la realidad sin girar la moneda, es decir para quienes se centran en el “recibir” pasando por alto las implicancias del “dar”, los impuestos son la herramienta adecuada para ser y (sobre todo) parecer una sociedad justa en aquello que se supone más importante o urgente: lo distributivo.
Esta tan “justa” visión implica, empero, esconder bajo el poncho algunas incómodas aceptaciones. Veamos.

¿Alguno de nosotros acepta el principio que habilita a ser propietario de otra persona, como podríamos serlo de una vaca o de un automóvil? Desde luego que no. Nadie tiene derecho a poseer ni por tanto a usar contra su voluntad a otro ser humano. ¿Puedo ser propietario en parte (copropietario) de una casa o de un caballo? Eso sí. ¿Y acaso propietario en parte de alguna mujer u hombre? Otra vez no. De ninguna manera. La única propiedad válida de personas sigue siendo la instituida hace siglos por el liberalismo: la propiedad sobre uno mismo. Está claro que las demás personas nunca son equiparables a animales; mucho menos a objetos. Lo contrario sería volver a aceptar el principio que habilitaba la esclavitud.

Cuando una parte de la sociedad opina (y vota) en favor de un gran Estado paternalista, lo que hace en verdad es contratar a algunos profesionales (políticos) para que se apropien de parte de las actuaciones de otras personas, se queden con un porcentaje y distribuyan “paternalmente” el resto.
Quitar a alguien parte del resultado de sus trabajos o acciones es apoderarse de parte de sus horas. Para aplicarlas luego a aquello que los políticos decidan sin importar la opinión de quien las trabajó. Lo cual constituye, sin duda, una clase de trabajo forzado.

Aunque esos mismos votantes se negarían a forzar a trabajar part-time para la comunidad a quienes (por la razón que sea) no trabajan.
En efecto: pareciera no ser moralmente válido apoderarse, por ejemplo, del tiempo libre de un vago, una hippie o cualquier residente sin empleo ni inscripto en la Impositiva, sometiéndolos a alguna clase de trabajo temporal forzado. ¿Tampoco lo será aprovecharse de las horas de ocio de los trabajadores que, pudiendo hacer trabajos extras y ganar más, no los hacen prefiriendo relajarse?
Porque quienes sí prefieren trabajar más y ganar dinero extra para ahorrarlo en lugar de descansar, sí son sometidos en esas mismas horas extras a un trabajo forzado adicional de tipo impositivo.

Algo huele mal en Dinamarca ¿no? Sobre todo sabiendo por experiencia histórica que es justamente más trabajo honesto y duro lo que crea riqueza social (de todo orden y… ¡antes de impuestos!) para el conjunto. Quienes eligen producir más con sacrificio personal, quedan así obligados al trabajo forzado en beneficio de terceros mientras los que eligen en esas horas jugar fútbol, dormir o planear negocios políticos parasitarios con sus amigos, no.

De esta manera y a poco andar, la lógica distributiva dominante termina desalentando la acumulación de capital comunitario. Restringiendo con fuerza lo que laboriosos locales y foráneos podrían realizar, ahorrar, consumir y reinvertir; es decir, multiplicar.
Pero la grieta se torna boquete en la represa, cuando reparamos en que privar al que produce de decidir sobre el destino de lo que esas horas de trabajo produjeron, implica un derecho de propiedad parcial del político profesional sobre el trabajador contribuyente. Los votantes individuales que dieron poder a su empleado público son entonces copropietarios de personas contribuyentes, quienes se ven reducidas -a todo efecto teórico y práctico- a la condición parcial de esclavos. Una posibilidad negada enfáticamente, por aberrante, algunas líneas más arriba.

No puede negarse que la filosofía moral (no robar, no esclavizar, no vengarse, etc.) marca los límites de la filosofía política. Lo que la gente puede y no puede hacerse entre sí limita lo que puede hacer a otros utilizando como arma el aparato represor de una república.
Siguiéndose de suyo que lo que es válido para las “horas extras” es válido para el total de la fiscalidad coactiva, tornando inmoral y por tanto limpiamente repudiable al Estado que base su accionar distributivo en este tipo de execrable violencia esclavista.

Cuando afirmamos que nuestra Constitución de 1853 es sabia, lo hacemos basados en la virtual anuencia ciudadana a su “Contrato Social”, lograda en aquellos días mediante la interpretación veraz de su espíritu cual es la prescripción de un modelo de Estado Mínimo, ese sí, moralmente válido.

La diferencia con el Estado multi-opresor de hoy estriba en que este viola el derecho de la gente de no ser forzada a contribuir en cosas que le repugnan, mientras que una autoridad limitada a las funciones de aplicación de justicia en el cumplimiento de contratos, de efectiva seguridad frente a toda amenaza, robo o fraude y subsidiaria con inteligencia práctica en lo demás, no lo viola. Porque se trata de un modelo de Estado donde algunos pagan efectivamente más, sin ser forzados, para que los menos afortunados puedan ser protegidos -por lógica y por ética pero además por directa conveniencia de mercado- junto con ellos mismos, siendo entonces distributivo sin menoscabo de la justicia retributiva (la primera cara de la moneda).


Nuestros convencionales no eran tontos. El audaz ensayo de libertades públicas con individuos que no pudiesen ser usados como esclavos, que prometía colocar al pueblo argentino por encima de casi todos los demás, nos elevó durante 80 años. La decadencia que siguió fue el  justo castigo por ceder a la inmoralidad de Estado.