Egoísmo y Utopía


Marzo 2013

¿Son los libertarios unos locos utópicos? ¿Es su norte económico capitalista, contrario a los impuestos, una idea egoísta y disolvente?

Quienes -tras un viaje intelectual que bien puede llevar una vida- arriban al puerto libertario, tienen muy presente la actual creencia mayoritaria que, en diferentes grados, avala (o tolera) al estatismo. Y que lo hacen pensando en problemáticas concretas que refieren en definitiva a la igualdad de oportunidades.

Asuntos comunitarios que van de la educación pública a la asistencia de pobres y desvalidos, pasando por la protección de derechos individuales, la sustentabilidad ambiental, el coto a los abusos laborales o la seguridad, entre muchos otros.
Problemas tan apasionantes como mal resueltos, que generan un gran desafío a la inteligencia y a la creatividad aplicadas, rubros, por otra parte, en los que el liberalismo ha estado siempre a la vanguardia habida cuenta de su natural innovador y de su consecuente eficiencia legal-económica, generadora de la confianza que se necesita para estimular a la gente más emprendedora y para atraer el capital de riesgo necesario a cada área potencial de avance.

La energía y velocidad de acción de esta fórmula ganadora es lo que los libertarios, eventualmente, llevan a un nivel superior.

La opinión mayoritaria que hoy avala el estatismo, no cree que un sistema basado en acuerdos voluntarios sea una forma razonable de organización. Les parece evidente, en principio, la dificultad de coordinación que tendrá cualquier grupo de individuos que se esfuercen en realizar diferentes partes de una tarea en común (la construcción de una sociedad justa), accionando libremente sin un gobierno nacional que los discipline ni un plan que los guíe.

Sin embargo es exactamente lo que sucede con la comunidad científica y con el avance continuo de las ciencias, tanto teóricas como aplicadas: la investigación académica es mayormente libre y su coordinación y validación (o rechazo) a lo ancho del globo, espontáneas. La única condición para que esto sea posible es que exista un propósito subyacente (el avance del conocimiento a través del “método” científico) y que cada aporte se evalúe en relación con ese propósito. Así, cada aporte contribuye de manera espontánea con la práctica científica que se revele más eficiente y cientos de miles de acciones sin coordinación aparente proveen con gran efectividad el basamento diario para el avance de nuestra muy compleja civilización tecnológica.

Existen lamentables ejemplos históricos de lo que sucede cuando la planificación estatal pretende dirigir y coordinar las investigaciones científicas, como fue el caso en la Unión Soviética, orientándolas según criterios políticos y a través de actitudes totalitarias.
Cosa que ocurre aquí con el (des) manejo central -con criterios políticos- del ingreso, del gasto, de los valores relativos y de las relaciones contractuales entre 40 millones de particulares.
Un ámbito por lo menos tan complejo como el del avance de la ciencia. E igualmente apto, desde luego, a ser coordinado en forma espontánea y cooperativa por los propios interesados.

Situación libertaria que no implicaría el tan temido relajo de controles sino una intensificación de los mismos, habida cuenta de la fuerte competencia (e intenso premio al mérito) que imperaría en todos los sentidos sociales. Aplicando máxima presión sobre más empresas privadas en enérgico crecimiento cuanti y cualitativo, fuertes demandantes a su vez de empleo e insumos.
Un entorno más difícil para empleadores obligados a ceder en sueldos, “bonus” y participaciones (que percibirán condicionadas a su propia supervivencia), que para empleados pactando modalidades personalizadas, con re-calificaciones y entrenamientos laborales pagos crecientes. Una manera de invertir el reloj de la historia en favor de los asalariados, dando el puntapié inicial de un proyecto que incluya muy en concreto a los más pobres (hoy clientelizados).

Cosa que reduciría muy rápidamente las necesidades solidarias de nuestra sociedad a una fracción de las actuales, tornándolas manejables por medios no delincuenciales. Post estatales.

Una situación que podría darse fluyendo suavemente hacia un  capitalismo de vanguardia ultra tecnológica como el descripto por el brillante economista, filósofo y catedrático español Jesús Huerta de Soto (n. 1956).
Basándonos en los nuevos y superadores conceptos de eficiencia dinámica surgidos como natural derivación de los procesos más modernos de mercado, impulsados por la enorme potencialidad (a un tiempo creativa y coordinadora) de la función empresarial.  Entendida como la capacidad del empresariado para buscar, descubrir y superar coordinadamente los diferentes desajustes sociales que se presenten, en beneficio de la comunidad y de su área en la nueva red inteligente (horizontal y sin “coronitas” políticas).

Un capitalismo modelo siglo XXI que deje atrás los viejos paradigmas paretianos de eficiencia estática que siguen enseñándose en las universidades del atraso y que aún nos frenan y empobrecen.
Y tal vez lo más significativo: asegurando a su través la relación simbiótica entre economía y ética. Porque la no violencia libertaria presupone la responsabilidad social y moral empresaria tanto como la del trabajo. Tal como que no es posible construir un sistema virtuoso partiendo de dinero sucio; manchado en la sangre de una extorsión mafiosa. Como la implícita en la feroz agresión impositiva que los dirigistas pretenden hacer pasar por… ética.

Es claro que los avances sociales logrados mediante la “inteligencia en red” (como en las ciencias) no pueden ser obtenidos mediante ninguna técnica de coordinación por  manu militari.
Y asimismo lo es que hasta los más impactantes logros de la mutua y espontánea adaptación no están exentos de defectos y que siempre son relativos ya que lo libertario no es dogma coactivo (como nuestro nacional-socialismo) sino búsqueda en libertad, de lo mejor.  

No debería perderse de vista que el libertarianismo argentino actual, entendiendo de manera cabal la necesidad de evitar cambios traumáticos, adhiere al postulado de la tendencia.
Al convencimiento de que, aunque nunca se llegue al ideal, basta ponerse en marcha hacia el objetivo correcto para que la propia dinámica de las fuerzas económicas y sociales (o de mercado) guíe, mejore y acelere gradualmente el rédito comunitario del proceso.
Ya que una tendencia firme y explícita hacia la más honesta igualdad de oportunidades, contraria a cualquier tipo de privilegio, dentro de un marco de absoluto respeto a las garantías y derechos personales y a la más irrestricta libertad de empresa, redistribuirá riqueza casi desde el inicio demostrando el enorme poder de aquel círculo virtuoso donde el bien llama al bien y el beneficio social, a más beneficios. Sin violencia de arriba dando ejemplo a la de abajo.

Se trata ante todo de un sistema ético cuyo “descubrimiento” tiende a compeler a quienes llegan a él a esforzarse por la libertad de sus semejantes (perfectos desconocidos) más que en favor de sí mismos.
Algo verificable tras la comprensión de que la libertad del mayor número (para trabajar, ganar, multiplicar, crear y vivir como les plazca) hace crecer en forma directamente proporcional la cantidad de oportunidades de bienestar (felicidad) ofrecida por el conjunto a cada persona integrante de esa sociedad.

¿Qué será más egoísta y utópico, entonces? ¿Seguir confiando en el Estado o empezar a hacerlo en las personas del llano? ¿Quién nos dará más oportunidades reales? Los resultados de lo primero, están a la vista. Las posibilidades de lo segundo, también.
Está en nuestras manos presionar, inducir y votar por lo que más se acerque a esta concepción avanzada de sociedad.




El Problema del Fracaso


Marzo 2013

Vivimos en una nación fallida, camino de su disolución.
Somos, definitivamente, ratas de laboratorio de un experimento ideológico fracasado. De un necio reintentar de 7 décadas, a resultas del cual transitamos hoy una guerra civil larvada.

Una estafa a gran escala “a lo Richter” y en toda la línea, perpetrada hasta el presente por el pleno de la intelectualidad nacional-populista argentina tras cuyos falsos, inmaduros cantos de sirena tomó impulso un voto tóxico masivo.
Intoxicados con el alcohol de este facilismo suicida, millones de abuelos, padres e hijos cavaron una gran fosa electoral, bailaron a su alrededor e hicieron tropezar a la Argentina con la misma piedra haciéndola  caer dentro, una y otra vez.

Ya no hay educación que merezca el nombre de tal en nuestra ex república. Si la hubiera, todos los ciudadanos conocerían la historia que seguramente algunas de esas abuelas aún recuerdan de primera mano. Y que sería bueno refiriesen a sus hijas y nietas, aunque esta vez sin el acostumbrado autoengaño de contar hechos (o efectos) escondiendo responsabilidades (o causas).
La Historia con mayúsculas de los tiempos “del Centenario” y antes de la gran estafa, cuando nuestro país se contaba entre las 10 potencias más ricas y avanzadas del planeta.

Una Argentina abierta, integradora y promisoria, meca de millones de inmigrantes europeos quienes, junto a otros tantos criollos, no pedían que el Estado les diese una mano (subsidios) sino que, simplemente, no les pusiera las manos encima (impuestos e intervención)  dejándolos trabajar, ganar y reinvertir.
Una Argentina granero del mundo pero también crecientemente industrial igual que nuestros gemelos de esa época, Canadá y Australia, quienes a pesar de las crisis siguieron adelante con sus políticas agro-exportadoras sin caer en  saqueos redistributivos sobre el campo. Y que corriendo el siglo, era obvio, fueron también potencias industriales, tecnológicas y culturales, sacándonos hasta hoy inconmensurables ventajas en cuanto a bienestar popular.

Fuimos un país con una visión optimista de su destino superior y cuyas ciudades se preparaban, con magníficas construcciones, infraestructuras públicas y privadas (¡imponencias que aún perduran!) para ser cabeza de una república imperial.
La desocupación era casi inexistente y los salarios, superiores a los de grandes países europeos. Un empleado o una maestra podían comprar un terreno y construirse una casa. Incluso ahorrar. El peso argentino era atesorado en el mundo, nuestro prestigio internacional y diplomático estaba en su apogeo, teníamos la mayor cantidad de vías férreas por habitante y uno de los mejores índices educativos de la tierra.
Nuestros científicos así como las inversiones en ciencia, institutos especializados y tecnología estaban a la misma altura que en los países líderes. Nuestra gestión agropecuaria era la más evolucionada y pujante del orbe y nuestro ingreso anual per cápita aumentaba más que el norteamericano o el inglés, las superpotencias de entonces: ¡la locomotora argentina avanzaba hacia el horizonte, lanzada a la caza de los gigantes!

Fue, claro está, una época de señores, no de ladrones. Fue la época liberal. Pero de un liberalismo económico serio, inteligente, no la trágica neo-parodia del Martínez de Hoz-Menem trucho.

Había fraude electoral y las mujeres no tenían derechos cívicos, es cierto. Todo lo decidía una élite ilustrada sin participación popular, es cierto. No existían las ventajas sociales, laborales ni previsionales que después llegarían, es cierto.
Pero también es cierto que en la misma época, las sociedades de punta tampoco tenían estas cosas. O las tuvieron de manera despareja y bajo formas incipientes, siendo que la exclusión era algo aún más común y penoso que aquí.
El modelo liberal (y el libertario más aún) es, por definición, el más abierto a los avances de la modernidad y de habérselo seguido en el tiempo, tales estímulos y otros aún mejores (¿participación voluntaria en las ganancias?) hubiesen surgido con naturalidad, incluso antes de que el peronismo procurara llevarlos a la práctica atropellando y estafando a todos, como efectivamente hizo.

El problema del fracaso, de “vivir” las consecuencias de un fallido como el que nos ocupa, no está en que vayamos a morir mañana de hambre y frío en alguna cuneta sino en el atraso relativo en el que, poco a poco, todos vamos quedando.
Una declinación que conlleva sufrimientos evitables tales como pobreza crónica, falta de vivienda y servicios, mal-empleo, polución, mal-nutrición, enfermedades desgastantes, educación deficiente,  frustración y vergüenza familiar (y nacional) constantes, alto nivel de injusticias, violencias, vicios, robos y accidentes.
En definitiva para millones de argentinos, grave impotencia existencial, desesperanza, resignación… y  muerte prematura.

Con esta guerra civil larvada que hierve sorda acumulando presión bajo la superficie de nuestra sociedad, somos llevados por el camino más largo, corrupto e ineficiente. El del gasto inútil de aquellas energías creativas que podrían haber sido aplicadas a proyectarnos unidos, como hace un siglo, hacia la modernidad y el bienestar.

Sin duda debiéramos poner a nuestra intelligentzia a trabajar para presentar a todos los que sufren este estado de cosas, un proyecto que los incluya muy en concreto. En nuevos paradigmas de educación, capacitación y reinserción laboral con oportunidades reales, de acceso al crédito, de fuerte consumo familiar, de seguridad en serio y de justicia rápida e igualitaria. Un nuevo proyecto de responsabilidad social empresaria en libertad creando riqueza para todos, con severo juicio y castigo para la rapiña y el privilegio estatal.