Contrafáctica

Febrero 2009

La historia contrafáctica es el desarrollo teórico con base en la historia real, del conocido ¿qué hubiera pasado si…?
Diversos autores a lo largo del tiempo, han practicado este ejercicio imaginativo para algunas encrucijadas históricas permitiéndonos visualizar muy gráficamente aquello “de lo que nos salvamos” tanto como aquello “de lo que nos perdimos”.
Lo que nos permite extraer ciertas conclusiones y en definitiva, aprender algo más sobre lo actuado.

Los historiadores saben que lo que parece un avance lineal de acontecimientos inevitables es en realidad el resultado de miles de factores e imponderables interactuando en un caos escasamente controlado. Y que multitud de instituciones y creencias que hoy aceptamos cual verdades eternas, de ningún modo lo fueron en el pasado ni está escrito que lo sean en el futuro. Solo son estadíos transitorios producto de una superposición de ignorancias, golpes de audacia, indecisiones, circunstancias confusas o casualidades.

Podemos usar esta idea imaginando una posible evolución de la humanidad a lo largo del último siglo, en ausencia de la depredación mafiosa, los enfrentamientos y guerras inútiles o el brutal freno a la libertad creativa llevada a efecto sin excepción por los Estados nacionales.
Sabemos por otra parte que una y otra vez a lo largo de milenios de historia, desde las sociedades primitivas hasta las polis griegas de la edad clásica, desde la Irlanda libre de los siglos VII al XVII a las ciudades-estado renacentistas, desde el libertarianismo Jeffersoniano de la independencia de EEUU hasta la critarquía de Somalia en los ’90 entre muchos otros emocionantes intentos, las personas han tratado de vivir su vida en libertad, sin dañar a otros ni ser agredidos. Sin parásitos sobre las espaldas ni pistolas en la nuca para obligarlas a hacer y pagar aquello que voluntariamente no harían ni costearían.
El descreimiento general en la aptitud de los Estados para asegurar felicidad y progreso es de larga data y está plenamente justificado. Las modernas superestructuras estatales que segregan a la humanidad en naciones y erigen costosísimas burocracias destinadas al control de los seres humanos así encapsulados en casi todos los aspectos de sus vidas, han sido lapidarias para la mejor evolución de nuestra especie.

Paz, libertad comercial y financiera, creatividad económica y su consecuencia: creatividad científica, libertad de elección absoluta de forma y lugar de vida, justicia y seguridad imparciales sin hijos ni entenados, educación para la responsabilidad individual y la no violencia, destierro del cobro compulsivo por servicios “públicos” no solicitados y del cobro compulsivo para usufructo de la nomenklatura política y sus amigos han sido virtudes inexistentes en nuestro tiempo. Y por eso también han sido inmensos los frenos al progreso, al respeto y la felicidad de la gente.

Un mundo con más libertades individuales y menos superestructuras violentas (más sociedad y menos Estado), hubiera resultado en la inexistencia de los problemas más graves que en el presente amenazan a la humanidad.

El gobierno nos pide, por ejemplo, que ahorremos energía eléctrica, petróleo y agua potable. Se trata de bienes escasos que debemos cuidar cuya producción y consumo implica, además, una agresión a nuestro entorno ecológico.
La verdad es que nos enfrentan ahora a problemas que no deberían haberse presentado nunca. Problemas originados en los inmensos frenos al avance de la civilización aplicados por estas toscas superestructuras de control y ahogo productivo -los Estados nacionales- durante largas décadas.
La ausencia de impedimentos tales como falsos conflictos internos y externos, excesivo reglamentarismo, corrupción y burocracia prebendaria se hubiese traducido en una explosión de inversiones, producción, creatividad privada e investigación aplicada muchísimo mayor a la verificada hasta ahora. Lo que hubiera generado a su vez un nivel muy superior de bonanza económica general, de avance de las ciencias y de la tecnología (tanto como de la solidaridad, las artes o la educación), con soluciones preventivas a los problemas que hoy enfrenta, estúpidamente, nuestro planeta.

El mundo ya estaría siendo movido por combustibles como el hidrógeno (el elemento más abundante del universo) y las energías solar, eólica, geotérmica o mareológica, de escasa polución y virtualmente inagotables. Con base en estas disponibilidades, ya habría también abundante oferta de agua potable para todos obtenida tanto de la desalinización de aguas marinas cuanto del reciclado de las contaminadas. Nuevas tecnologías aplicadas en ingeniería genética y manejo climatológico tendrían ya en práctica soluciones imaginativas y sustentables para los problemas del hambre (mayor producción de alimentos), de un gran número enfermedades o del efecto invernadero entre otros.
Minimizada la dependencia del petróleo, disponibles las soluciones a los dilemas del hambre y la sed, avanzando hacia un ambiente de enriquecedora tolerancia multicultural sin tanta frontera discriminante, tenderían también a desaparecer los motivos que hacen de las guerras y los odios un drama recurrente. Motivos que hacen de los Estados una necesidad, sólo en apariencia inevitable.

Las limitaciones y sufrimientos impuestos por nuestros gobiernos no eran inevitables. Nos fueron endosadas como subproducto de su angurria y de su impericia.
Deberíamos estar disfrutando de toda la energía barata que nos viniese en gana gastar, usando toda el agua que considerásemos necesaria para nuestro solaz y movilizándonos en más veloces, potentes y accesibles vehículos tanto como deseáramos, sin culpa alguna, entre infinidad de otras ventajas y mejoras a nuestro nivel de vida.

Y señores; cada vez que un gobierno los conmine a circular a 80 por una ruta estrecha, piensen que esa molesta prohibición es otro ejemplo de nuestra pesada lápida estatista. A esta altura de la historia, la seguridad vial no pasa por reducir velocidades que todos deseamos aumentar sino por el ocultamiento de que deberíamos tener decenas de miles de kilómetros de ultraveloces autopistas inteligentes, y de que muchos argentinos mueren a diario, precisamente por no tenerlas. Aunque viajen a 80.