Políticamente Incorrecto

Septiembre 2008

Los argentinos tenemos una Constitución extraordinaria desde hace 155 años. Mientras su enunciado de derechos y garantías individuales fue letra viva, la Argentina progresó pero cuando aquello pasó a ser letra muerta, (desde hace unos 78 años y hasta el dia de hoy) la decadencia ganó la partida. Un trayecto parabólico de país inexistente a potencia número 7 del mundo y de allí nuevamente a país inexistente. ¿Nos sirvió? No. La Constitución, como queda demostrado en la práctica real contemporánea y por más inteligente que sea, no nos sirve. No tuvo éxito en proveernos suficientes salvaguardas contra los quintacolumnistas que, desde adentro, nos hundieron. Las personas que (aún suponiendo con inocencia la mejor de las intenciones) nos hundieron, pudieron socavar con legalidad aquellos enunciados constitucionales apoyándose en las reglas formales de la democracia.
Esta aseveración horroriza ya que casi todos toman como un hecho incuestionable el que la democracia es la forma ideal de “gobernarnos a nosotros mismos”. La meta definitiva del largo camino de la humanidad en busca de la convivencia social perfecta. No hay nada mejor. ¿O si?
En tal sentido Papá-Estado está siempre pronto al puñetazo rector sobre la mesa de los infantes al grito de ¡la democracia no se cuestiona! ¡prohibido pensar! ¡no hay opciones más que esto o la dictadura! Y es muy entendible que la clase política reaccione así en defensa de sus privilegios.

Porque al fin y al cabo ¿qué es tan fantástico en un gobierno de la mayoría? La mayoría puede ser tan dictatorial sometiendo a las minorías (y la minoría más pequeña es un solo individuo) como cualquier tirano.
La historia está llena a más no poder de ejemplos de personas -más pobres que ricas- explotadas por un gobierno de la mayoría.
Desde antiguo, los filósofos políticos descalificaron al sistema democrático bajo el argumento de que los demagogos usarían y alimentarían las pulsiones egoístas y apropiatorias de la mayoría con el fin de mantenerse en el poder. Tal presunción resultó absolutamente cierta. Como también la advertencia de que tales gobiernos podrían hacer “con justicia” casi cualquier cosa, con el solo requisito de que lo aprobase la consabida mayoría. Hoy resulta normal que las leyes dictadas por gobiernos populistas se acumulen como mera codificación de la injusticia porque su “derecho” es fiel expresión de intereses sectoriales y corporativos.
En palabras del patriota estadounidense Thomas Jefferson: desde tiempos remotos los déspotas utilizan una parte del pueblo para someter a la otra.

Eso si. Podemos votar. Mala suerte si la mayoría vota por quitarle a usted su dinero con la ilusión de repartírselo entre ellos. Su libertad consiste en votar por el candidato que le robe menos, aunque pierda una vez tras otra hasta quedar arruinado. Aunque la estadística demuestre que es más probable que muera camino del comicio a que su voto haga alguna diferencia. ¡Qué le vamos a hacer amigo, son las reglas!
Sin juicio previo ni derecho a defensa, la mayoría podrá castigarlo por vivir en este sistema, sacándole todo lo que crea conveniente a través de la inflación y los impuestos. Semejante penalidad monetaria de por vida difícilmente sería aplicada a estafadores y corruptos de la peor calaña, por corte alguna.

La democracia se basa en dos conceptos: libertad e igualdad.
Sin embargo tanto mujeres como hombres se sienten más atraídos por la igualdad, a la que entienden erróneamente como igualdad moral, de valor, de mérito y mental. El sufragio, que se cuenta pero no se pesa, ayuda a los ignorantes a imponer esta interpretación haciendo posible que cualquier inútil o delincuente resulte electo por una avalancha de votos.
No importa tanto que todos (aún los que no lo votaron) quedemos forzados a obedecer las órdenes insensatas del (o la) inútil, si “somos iguales”.
La libertad, por su parte, promete crecimiento personal y económico aunque con disciplina y sacrificio. Es el camino más gratificante... y el más difícil.
Evidentemente los límites de la democracia no son otros que nuestros límites como sociedad, lo que define como malo y burdamente ineficaz al propio sistema.
Otro grave problema es el inevitable fomento del profesionalismo político. Los funcionarios no buscan resultados a largo plazo con “visión de estadistas” sino resultados rápidos que los posicionen para el próximo puesto en la siguiente ronda electoral.
Su esperanza está en una mejor remuneración y más poder que los habilite con ventaja en el lucrativo negocio de conceder los “favores” estatales a cambio de votos o dineros.
Por desgracia, los resultados rápidos, mágicos, de efecto clientelista inmediato, muy rara vez favorecen al bien común de toda la sociedad, a la creación de riqueza genuina o a la elevación del nivel moral, intelectual y ético de la gente común.
Así planteadas las cosas, es obvio que el “secreto del éxito” de los políticos consiste en mantener el engaño encubriendo bajo la careta democrática el miedo a la libre competencia con que deben someter al pueblo, haciendo que combatan por su esclavitud como si fuese su salvación.

La verdad es que las sociedades crecen a pesar de los Estados y no gracias a ellos.

Saliendo de este momento de grave “incorrección política”, aclaremos que lo que debe esperarse de los argentinos correctos no es, por ahora, que se lancen al desguace de este modelo de reglas primitivas que nos sigue violentando como esclavos.
Es, si, aprovechar cada una de las escasas posibilidades que la democracia con su sistema de partidos nos ofrece, para combatir la corrupción y el avance de la melaza intervencionista en todos los frentes. Es defender sin “peros” la vigencia irrestricta de la Constitución Nacional, hoy seriamente bastardeada.
Es difundir desde la tranquilidad de una conciencia que despertó a la verdad sin cortapisas, el valiente credo de la libertad y de la no violencia.

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